Publicado en blog Academe
https://academeblog.org/2025/06/13/the-case-for-government-backed-science-publishing/
Argumentos a favor de la publicación científica pública
POR ROBERT M. KAPLAN
La semana pasada, Robert F. Kennedy Jr. sorprendió a la comunidad científica al proponer que los investigadores dejaran de enviar artículos a las revistas académicas de alto impacto y publicaran en su lugar en medios estatales. La reacción no se hizo esperar. En un día, The Washington Post recibió más de cuatro mil comentarios, la mayoría de ellos mordaces.
Pero bajo la indignación se esconde una verdad que viene de lejos: la frustración con la publicación académica comercial lleva años creciendo. La propuesta de Kennedy, aunque sorprendente, podría catalizar reformas largamente esperadas para hacer la ciencia más accesible y asequible para las universidades, los investigadores, los estudiantes y el público. He aquí por qué.
Durante décadas, la edición académica ha estado dominada por un puñado de grandes empresas con ánimo de lucro. Pocos fuera del mundo académico se dan cuenta de que estas editoriales disfrutan de márgenes de beneficio que rivalizan con los de las industrias del cine y la música. En 2023, Elsevier, la mayor empresa del sector, obtuvo unos beneficios del 38%. En comparación, uno de los sectores más rentables del país, los bancos estadounidenses, obtuvo una media del 31%, mientras que los periódicos y la televisión por cable obtuvieron márgenes inferiores al 2%.
El sistema editorial actual es una reliquia de una estrategia posterior a la Segunda Guerra Mundial. Vannevar Bush, asesor científico del Presidente Roosevelt, concebía la investigación como el motor del crecimiento económico. Abogó por transformar determinadas universidades en instituciones de investigación intensiva. Con una generosa financiación federal, que incluía el reembolso de los costes indirectos, las universidades ampliaron sus laboratorios y bibliotecas, sentando las bases de la publicación académica moderna.
Al principio, los resultados de las investigaciones se divulgaban de manera informal a través de cartas, reuniones de sociedades y publicaciones internas. Pero las editoriales comerciales no tardaron en ver una oportunidad. A medida que las bibliotecas universitarias prosperaban gracias a las ayudas federales, las editoriales inundaban el mercado con nuevas revistas y subían los precios de las suscripciones. Con el tiempo, este modelo se volvió insostenible. Ante la reducción de los presupuestos, las bibliotecas empezaron a recortar las suscripciones.
El modelo actual funciona así: Los investigadores, a menudo financiados con subvenciones federales, investigan y deben ceder los derechos de autor de su trabajo a editoriales con ánimo de lucro. En otras palabras, las editoriales obtienen el producto de la financiación federal y de la escritura académica de primera clase sin gastar casi nada. Los revisores, también no remunerados, añaden valor al examinar y mejorar los manuscritos. Después, las editoriales venden, ahora a precios inflados, el producto acabado a las mismas universidades que se lo dieron gratis.
Los editores comerciales justificaban sus costes alegando los elevados gastos de producción. Pero en la era digital, muchos editores ya no tienen que pagar los costes de impresión, encuadernación, almacenamiento y envío, lo que aumenta aún más los márgenes de beneficio.
A medida que las bibliotecas se esforzaban por pagar las suscripciones, la carga se trasladaba directamente a los académicos. Los investigadores que desean que su trabajo sea de libre acceso deben pagar tasas de «acceso abierto» o «tasas de procesamiento de autor» (APC), que a menudo oscilan entre 1.300 y 11.000 dólares. Estas tasas perjudican de forma desproporcionada a los investigadores de instituciones con escasa financiación o de disciplinas que reciben menos fondos externos, lo que refuerza las desigualdades estructurales en cuanto a quién publica y quién es citado.
Mientras tanto, la revisión por pares se resiente de la presión. Cuando yo era director de una revista, solicitábamos revisiones a cinco colegas y normalmente conseguíamos al menos tres. Hoy en día, los editores envían entre quince y veinte invitaciones y esperan conseguir dos revisores completos. Los académicos son cada vez más reacios a dedicar su tiempo a apoyar un sistema con ánimo de lucro que espera que trabajen gratis.
Tres grandes problemas exigen un cambio: En primer lugar, la disminución de la calidad y la participación en la revisión por pares socavan la confianza en los resultados publicados. En segundo lugar, las elevadas tarifas de acceso abierto crean un sistema en el que sólo los investigadores bien financiados pueden permitirse la visibilidad.
Y, en tercer lugar, los editores negocian los precios de forma opaca, cobrando a distintas instituciones tarifas muy diferentes por el mismo contenido.
Para reformar este sistema habrá que tomar medidas audaces. Entre ellas, compensar a los revisores, limitar o suprimir las tasas de autor y eliminar la propiedad privada de la investigación financiada por los contribuyentes.
También debemos explorar alternativas. Una opción es que agencias gubernamentales como los Institutos Nacionales de Salud o la Fundación Nacional de la Ciencia patrocinen revistas de alta calidad revisadas por expertos. Estas agencias ya cuentan con rigurosos sistemas de revisión por pares. Se podría remunerar a los editores y al personal de producción, y exigir a los investigadores que compiten por financiación federal que realicen un número modesto de revisiones anuales como condición para optar a una subvención o al empleo.
Otras ineficiencias merecen atención. Los autores dedican incontables horas a reformatear manuscritos para distintas revistas. Según una estimación, cada año se pierden 230 millones de dólares de tiempo de los investigadores sólo en el formateo. Los portales de presentación obsoletos agravan el problema.
Un sistema de presentación centralizado -desarrollado por un consorcio de organismos de financiación- podría agilizar el proceso de publicación, reducir costes y devolver el control a las instituciones académicas y los patrocinadores de la investigación. Aunque la transición exigiría una inversión inicial, el ahorro a largo plazo podría compensar con creces el gasto actual en suscripciones y derechos de publicación.
Aún no sabemos si la propuesta de Kennedy es la solución adecuada. Pero sí sabemos que el sistema actual está fallando. Como muchos de mis colegas, tengo serias reservas sobre varias de las ideas de RFK Jr. pero ésta merece una seria consideración.
¿Por qué debería importarle al público? Porque no se trata sólo de guerras académicas. Está en juego el futuro de la ciencia y de los conocimientos que impulsan la innovación, la medicina y las políticas públicas. A medida que disminuye la confianza del público en la ciencia y se estanca la financiación de la investigación, corremos el riesgo de que el progreso sea más lento, disminuya la competitividad mundial y empeoren los resultados sanitarios.
El modelo actual recompensa a los editores mucho más de lo que sirve al público. Es hora de preguntarse si existe una forma mejor de hacerlo, y de empezar a construirla.
Robert M. Kaplan es catedrático del Centro de Investigación de Excelencia Clínica de la Universidad de Stanford y catedrático distinguido de la Escuela de Salud Pública Fielding de la UCLA. Ha sido administrador superior del Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos y redactor jefe de dos revistas académicas.
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The Case for Government-Backed Science Publishing
BY ROBERT M. KAPLAN
Last week, Robert F. Kennedy Jr. stunned the scientific community by proposing that researchers stop submitting articles to high-impact academic journals and instead publish in government-run outlets. The backlash was swift. Within a day, The Washington Post received more than four thousand comments—most of them scathing.
But buried beneath the outrage lies a long-simmering truth: Frustration with commercial academic publishing has been growing for years. Kennedy’s proposal, while surprising, could catalyze long-overdue reforms to make science more accessible and affordable for universities, researchers, students, and the public. Here’s why.
For decades, academic publishing has been dominated by a handful of large, for-profit companies. Few outside academia realize that these publishers enjoy profit margins rivaling those of the movie and music industries. In 2023, Elsevier—the largest player—posted profits of 38 percent. By comparison, one of the country’s most profitable sectors, US banks, averaged 31 percent, while newspapers and cable TV eked out margins under 2 percent.
The current publishing system is a relic of a post–World War II strategy. Vannevar Bush, science advisor to President Roosevelt, envisioned research as the engine of economic growth. He advocated for transforming select universities into research-intensive institutions. With generous federal funding—including indirect cost reimbursements—universities expanded labs and libraries, laying the foundation for modern scholarly publishing.
Initially, research findings were shared informally through letters, society meetings, and in-house publications. But commercial publishers quickly saw an opportunity. As university libraries flourished with federal support, publishers flooded the market with new journals and raised subscription prices. Over time, this became an unsustainable model. Faced with shrinking budgets, libraries began cutting back on subscriptions.
Today’s model works like this: Researchers—often funded by federal grants—conduct research and are required to give away the copyright for their work to for-profit publishers. In other words, publishers get the product of federal funding and world-class scholarly writing without spending much of anything. Peer reviewers, also unpaid, add value by vetting and improving manuscripts. Then, publishers sell, now at inflated prices, the finished product to the same universities that gave them the product for free.
Commercial publishers justified their costs, citing high production expenses. But in the digital era, many publishers no longer need to pay for printing, binding, storage, and shipping costs, sending profit margins even higher.
As libraries struggled to pay for subscriptions, the burden shifted directly to scholars. Researchers who want their work to be freely accessible must pay “open access” fees or “author processing charges” (APCs)—often ranging from $1,300 to $11,000. These charges disproportionately hurt scholars at underfunded institutions or in disciplines that receive less external funding, reinforcing structural inequities in who gets published and cited.
Meanwhile, peer review is buckling under the strain. When I was a journal editor, we’d request reviews from five peers and typically secure at least three. Today, editors send out fifteen to twenty invitations and hope to get two completed reviewers. Scholars are increasingly reluctant to donate their time to support a for-profit system that expects them to work for free.
Three major problems demand change: First, declining quality and participation in peer review undermine trust in published findings. Second, high open-access fees create a system where only well-funded researchers can afford visibility. And, third, publishers engage in opaque pricing negotiations, charging different institutions wildly different rates for the same content.
Reforming this system will take bold steps. These should include compensating peer reviewers, capping or waiving author fees, and eliminating private publisher ownership of taxpayer-funded research.
We also need to explore alternatives. One option is for government agencies like the National Institutes of Health or the National Science Foundation to sponsor high-quality, peer-reviewed journals. These agencies already operate rigorous peer-review systems. Editors and production staff could be paid, and researchers competing for federal funding could be required to complete a modest number of reviews annually as a condition of grant eligibility or employment.
Other inefficiencies deserve attention. Authors spend countless hours reformatting manuscripts for different journals. One estimate suggests $230 million worth of researchers’ time is wasted annually on formatting alone. Outdated submission portals compound the problem.
A centralized submission system—developed by a consortium of funding agencies—could streamline the publication process, reduce costs, and restore control to academic institutions and research sponsors. While the transition would require upfront investment, the long-term savings could far outweigh current spending on subscriptions and publication fees.
We don’t yet know whether Kennedy’s proposal is the right solution. But we do know the current system is failing. Like many of my colleagues, I have serious reservations about several of RFK Jr.’s ideas—but this one deserves serious consideration.
Why should the public care? Because this isn’t just about academic turf wars. The future of science—and the knowledge that drives innovation, medicine, and public policy—is at stake. As public trust in science wanes and research funding stagnates, we risk slower progress, diminished global competitiveness, and poorer health outcomes.
The current model rewards publishers far more than it serves the public. It’s time to ask whether there’s a better way—and to begin building it.
Robert M. Kaplan is a senior scholar at Stanford University’s Clinical Excellence Research Center and Distinguished Research Professor at the UCLA Fielding School of Public Health. He is a former senior administrator at the US Department of Health and Human Services and a past editor-in-chief of two academic journals.
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