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martes, 21 de marzo de 2023

La ciencia: otro bien público convertido en mercancía

Publicado en La Jornada
https://www.jornada.com.mx/notas/2023/03/21/ciencia-y-tecnologia/otro-bien-publico-convertido-en-mercancia/?from=page&block=ciencia-y-tecnologia&opt=articlelink




Otro bien público convertido en mercancía

Ana María Cetto* 

El lunes 13 de marzo apareció en La Jornada un artículo con el encabezado: “Un bien público convertido en mercancía”. Al no haber leído previamente el nombre del autor, y quizás a causa de mi deformación profesional, pensé que el artículo se refería al conocimiento científico como bien público. Pero no: Iván Restrepo se refería muy acertada y oportunamente al agua, un bien que “desde hace décadas escasea por mal uso, acaparamiento y carencia de políticas públicas”.

Del buen o mal uso del agua somos responsables todos; de su acaparamiento lo son unos cuantos, que obtienen ganancias millonarias lucrando con el preciado líquido. La carencia de políticas públicas permite que esta situación se agrave hasta alcanzar un nivel que en este próximo periodo de sequía amenaza con convertirse en crítico para el país, sus habitantes, la agricultura, la industria, la vida toda.

En su análisis de las nuevas características del capitalismo, Hardt y Negri hacen ver cómo lo común, “aquello que le pertenece a la humanidad en su conjunto”, ha sido cercado por el mercado y por los sistemas financieros. Lo “común” son el aire, el agua, los frutos de la tierra y todo lo que la naturaleza nos prodiga; pero también los resultados de la producción social, tales como saberes, lenguajes, información. Al ser producidos socialmente, nos pertenecen a todos y, sin embargo, debido a su mercantilización la gran mayoría de la población no puede acceder a ellos (M. Hardt & T. Negri, Commonwealth, 2011, citado por Esther Juliana Vargas en Autonomía universitaria y capitalismo cognitivo, 2021).

La gran economista Elinor Ostrom, al hablar de la gestión de los comunes, no diferencia entre los recursos naturales y los inmateriales, como el conocimiento. En ambos casos argumenta que la capacidad de los individuos para administrar los recursos varía dependiendo de las posibilidades y la disposición de la comunidad para autogobernarse, adoptando un conjunto de acuerdos y reglas de juego (E. Ostrom, El gobierno de los bienes comunes, 1990).

¿Hasta qué grado las comunidades productoras de conocimiento científico han perdido la capacidad de autogestionarse que alguna vez las caracterizara? La regulación y medición de los “productos” del conocimiento se han sofisticado notablemente en las últimas décadas, a través de políticas oficiales homogeneizadoras aplicadas a los curricula, a los procedimientos y criterios de evaluación, a la financiación por proyectos, etcétera, todo ello en una atmósfera de aparente meritocracia. En paralelo, se ha incrementado a un ritmo rampante la gestión de los bienes del conocimiento científico en manos de unas cuantas agencias privadas de la ciencia: editoriales, bases de datos e índices, que intervienen en el proceso de circulación y validación de la calidad con un claro ánimo de lucro. El círculo se cierra al convertirse estos últimos en jueces de lo que es o no es científicamente relevante, y transforman sus veredictos en política pública al adquirir protagonismo en el ámbito institucional de la academia.

Las cifras hablan por sí solas, y para no aburrir al lector mencionaremos sólo el caso de Elsevier, la mayor editorial académica, que se presenta como “empresa de análisis de información que ayuda a las instituciones y a los profesionales a hacer progresos científicos”. Con más de 46 mil títulos de libros y 2 mil 800 revistas en línea, además del sistema de citas Scopus y otros servicios, Elsevier reportó en 2022 ingresos por 3 mil 500 millones de dólares y utilidades de mil 100 millones de dólares, con un margen de ganancia de 37.8 por ciento (mayor que el de Microsoft, Google y Coca Cola). En gran medida, este “éxito” fue posible gracias a las instituciones académicas que canalizan fondos hacia la empresa. En un alarde de creatividad financiera, Elsevier, como otras empresas que componen el oligopolio editorial, ha comprometido a nuestras universidades a cubrir por anticipado mediante “acuerdos transformativos” los costos de publicación de nuestros artículos científicos que llegasen a ser aceptados para aparecer en sus revistas. Estamos contribuyendo a perpetuar el negocio y asegurar sus ganancias.

¿Puede acaso revertirse este proceso de mercantilización?

Regresando a los argumentos de Elinor Ostrom, se requiere de las comunidades académicas la disposición para autogestionarse; concretamente, para recuperar el control de publicación de los productos del conocimiento. En este aspecto América Latina da un buen ejemplo al mundo, puesto que la mayoría de nuestras revistas científicas son editadas por instituciones académicas, sin fines de lucro.

En otras latitudes se observan algunas señales alentadoras. Por ejemplo, en 2018 todas las instituciones académicas de Alemania y Suecia cancelaron sus suscripciones con Elsevier al no llegar a un acuerdo justo. En 2019 la Universidad de California decidió que, “para impedir que Elsevier incrementara sus ganancias a expensas de la institución”, a partir de 2019 no firmaría un nuevo contrato con la empresa.

Por otro lado, está cada vez más cuestionado internacionalmente el actual sistema de evaluación basado en las métricas producidas por las bases de datos privadas, definitorias de la “corriente principal” de la que por motivos comerciales queda excluida la mayor parte de la producción científica editada en países como México “la cual, dicho sea de paso, sí está disponible en acceso libre y abierto no comercial, por tratarse de un bien común”. Sin embargo, estas prácticas de evaluación, cuestionadas por injustas y excluyentes, siguen operando en nuestras instituciones en detrimento y a espaldas de las publicaciones a menudo producidas y sustentadas por ellas mismas. Mientras las políticas públicas no corrijan esta práctica contradictoria, nuestras comunidades productoras de conocimiento científico seguirán respondiendo al son del oligopolio editorial trasnacional, financiado con recursos públicos de la nación.

*Investigadora titular del Instituto de Física de la Universidad Nacional Autónoma de México

viernes, 13 de mayo de 2022

2003-2023: ¿Qué han dejado los casi 20 años de existencia de los rankings universitarios?: polarización, jerarquización, homogeneización, mercantilización y capitalismo de datos

Publicado en University World News
https://www.universityworldnews.com/post.php?story=20220119134808246 

  • Los rankings universitarios siguen embaucando al público, a los estudiantes y a los padres, influyendo en las estrategias universitarias, gubernamentales y de inversión, y cautivando a los titulares de los medios de comunicación y a las audiencias de todo el mundo.

  • Lanzados en 2003, los rankings mundiales captaron el espíritu de la aceleración de la globalización y la batalla mundial por el talento, así como el aumento de la atención política y pública sobre el rendimiento, la calidad y la responsabilidad.

  • El éxito de los rankings radica en la forma en que muestran la comparabilidad internacional entre sistemas e instituciones intrínsecamente diversos y desiguales. 

  • El sistema mundial de enseñanza superior se caracteriza por el intercambio y la colaboración asimétricos, así como por el conflicto y la competencia dentro de los países y entre ellos. Las iniciativas de excelencia pretenden alterar esa narrativa tratando de situar a unas pocas universidades en la cima de la jerarquía mundial.

  • La trayectoria de China está bien documentada. Su notable ascenso, de no tener ninguna universidad entre las 100 mejores en 2003 a siete en 2021, supone un aumento del 700% en el Academic Ranking of World Universities (ARWU). En comparación, Estados Unidos experimentó un descenso del 31%, pasando de 58 universidades entre las 100 mejores en 2003 a 40 en 2021.

  • Al centrarse demasiado en las 100 mejores universidades, se ignora la expansión más notable de la producción y la capacidad científica procedente de un conjunto de universidades y académicos de países más diversos. Esta multipolaridad describe un sistema de educación superior y de conocimiento abierto y dinámico, diferente del modelo estático núcleo-periferia que ha caracterizado la teoría del sistema global.

  • Sin embargo, también es un sistema en el que las universidades de élite, y sus naciones, tratan de reforzar y ampliar su influencia y avanzar en sus objetivos a través de redes internacionales. La competencia y la colaboración van de la mano.

  • Pero hay muchos "perdedores". El profesor Akiyoshi Yonezawa explica que la carrera armamentística para invertir en universidades de categoría mundial resultó más cara de lo que Japón, con su sistema de enseñanza superior ya maduro, podía permitirse. Tara K Ising y James D Breslin cuentan una historia similar sobre la "falacia de la priorización del estatus", que estuvo a punto de paralizar la Universidad de Louisville (Estados Unidos) cuando bajó la marea económica.

  • El negocio de los rankings: el aumento de la atención sobre la comparabilidad y la responsabilidad internacionales ha fomentado una creciente alineación entre los rankings, las publicaciones y los grandes datos. Esto está generando un negocio de inteligencia global con enormes depósitos de datos científicos y de educación superior que se mantienen detrás de los muros de pago.

  • Se observa una creciente integración entre un pequeño número de editoriales mundiales y los sistemas en línea, incluidas las empresas de "gestión de programas en línea". Utilizando Elsevier como estudio de caso, George Chen y Leslie Chan trazan un mapa del desarrollo de plataformas integrales de publicación, análisis de datos e inteligencia de investigación que amplían el papel visible como proveedor de servicios, así como el papel invisible en la gobernanza pública. 

  • Las empresas editoriales se cruzan con los rankings y los sofisticados programas informáticos de extremo a extremo para acumular y gestionar datos, monetizar y crear nuevos activos y aprovechar los productos de análisis para trabajar en todo el ciclo de producción de conocimiento académico, desde la concepción hasta la publicación y distribución y la posterior evaluación y gestión de la reputación.

  • Podría decirse que generan incentivos perversos para que las universidades y los investigadores utilicen esos mismos productos con fines competitivos y estratégicos.

  • Se ha prestado muy poca atención a la integración empresarial y a la concentración económica entre los rankings, la publicación y el big data. De hecho, la facilidad acrítica con la que las universidades y los académicos proporcionan carteras de datos queda ilustrada por las montañas de material presentadas al Times Higher Education Impact Rankings para su evaluación a puerta cerrada.

  • Una de las cuestiones de los rankings, si no la más criticada, se refiere a la metodología y la elección de los indicadores. El creciente número de clasificaciones y las nuevas audiencias han acelerado la creación de vastos lagos de datos, pero no nos dicen mucho sobre las misiones y los resultados de la educación superior.


20 años después, ¿qué hemos aprendido sobre los rankings mundiales?

Ellen Hazelkorn y Georgiana Mihut 22 de enero de 2022

En 2019, varios 'famosos' fueron a la cárcel por conspiración criminal por influir en las decisiones de admisión a las universidades. Treinta y tres padres de solicitantes universitarios fueron acusados de pagar más de 25 millones de dólares entre 2011 y 2018 en lo que se conoció como el escándalo de sobornos de la Operación Varsity Blues.

Dos años más tarde, el exdecano de la escuela de negocios de la Universidad de Temple, junto con dos co-conspiradores, fue declarado culpable de fraude por falsificar datos proporcionados a US News and World Report. Se enfrenta a la pena máxima posible de 25 años de prisión, seguida de tres años de libertad supervisada y una multa de 500,000 dólares.

Ambos sucesos son una historia de búsqueda de estatus: cómo los rankings universitarios siguen embaucando al público, a los estudiantes y a los padres, influyendo en las estrategias universitarias, gubernamentales y de inversión, y cautivando a los titulares de los medios de comunicación y a las audiencias de todo el mundo. 

Lanzadas en 2003, las clasificaciones mundiales captaron el espíritu de la aceleración de la globalización y la batalla mundial por el talento, así como el aumento de la atención política y pública sobre el rendimiento, la calidad y la responsabilidad.

En vísperas de su 20º aniversario, el Research Handbook on University Rankings: Theory, methodology, influence and impact (Research Handbook on University Rankings: Teoría, metodología, influencia e impacto) - en 37 capítulos - ofrece una revisión y análisis exhaustivos de su influencia e impacto.

A continuación se destacan tres temas.

Reconfiguración geopolítica del panorama de la enseñanza superior

El éxito de los rankings radica en la forma en que muestran la comparabilidad internacional entre sistemas e instituciones intrínsecamente diversos y desiguales. Como afirma Brendan Cantwell, de la Universidad Estatal de Michigan, el sistema mundial de enseñanza superior se caracteriza por el intercambio y la colaboración asimétricos, así como por el conflicto y la competencia dentro de los países y entre ellos. 

Las iniciativas de excelencia pretenden alterar esa narrativa tratando de situar a unas pocas universidades en la cima de la jerarquía mundial.

La trayectoria de China está bien documentada. Su notable ascenso, de no tener ninguna universidad entre las 100 mejores en 2003 a siete en 2021, supone un aumento del 700% en el Academic Ranking of World Universities (ARWU). En comparación, Estados Unidos experimentó un descenso del 31%, pasando de 58 universidades entre las 100 mejores en 2003 a 40 en 2021.

Esto explica también que los franceses celebraran que la Universidad de París-Saclay se situara en el puesto 13 de la ARWU en 2021. Un proceso de consolidación había reunido 10 facultades, cuatro grandes escuelas, el Instituto de Altos Estudios Científicos, dos universidades asociadas y laboratorios compartidos con los principales organismos nacionales de investigación franceses. 

Al centrarse demasiado en las 100 mejores universidades, se ignora la expansión más notable de la producción y la capacidad científica procedente de un conjunto de universidades y académicos de países más diversos, como describen los autores Simon Marginson, y Jeongeun Kim y Michael Bastedo. Esta multipolaridad describe un sistema de educación superior y de conocimiento abierto y dinámico, diferente del modelo estático núcleo-periferia que ha caracterizado la teoría del sistema global.

Sin embargo, también es un sistema en el que las universidades de élite, y sus naciones, tratan de reforzar y ampliar su influencia y avanzar en sus objetivos a través de redes internacionales, dice Ángel Calderón. La competencia y la colaboración van de la mano.

Pero hay muchos "perdedores". El profesor Akiyoshi Yonezawa explica que la carrera armamentística para invertir en universidades de categoría mundial resultó más cara de lo que Japón, con su sistema de enseñanza superior ya maduro, podía permitirse. Tara K Ising y James D Breslin cuentan una historia similar sobre la "falacia de la priorización del estatus", que estuvo a punto de paralizar la Universidad de Louisville (Estados Unidos) cuando bajó la marea económica.

Estos diferentes resultados ponen de manifiesto la necesidad de una inversión sustancial respaldada por una política favorable, junto con el sesgo incorporado en la metodología de las clasificaciones, que favorece a las universidades de alto rendimiento y más antiguas, a las medidas de investigación y a la reputación. Como tales, nos dicen casi todo lo que necesitamos saber sobre las tensiones geopolíticas actuales.


El negocio de los rankings

El aumento de la atención sobre la comparabilidad y la responsabilidad internacionales, junto con los sistemas científicos abiertos y el deseo de contar con plataformas digitales, ha fomentado una creciente alineación entre los rankings, las publicaciones y los grandes datos. Esto está generando un negocio de inteligencia global con enormes depósitos de datos científicos y de educación superior que se mantienen detrás de los muros de pago.

Hamish Coates pone de manifiesto la creciente integración entre un pequeño número de editoriales mundiales y los sistemas en línea, incluidas las empresas de "gestión de programas en línea". Utilizando Elsevier como estudio de caso, George Chen y Leslie Chan trazan un mapa del desarrollo de plataformas integrales de publicación, análisis de datos e inteligencia de investigación que amplían el papel visible como proveedor de servicios, así como el papel invisible en la gobernanza pública. 

Las empresas editoriales se cruzan con los rankings y los sofisticados programas informáticos de extremo a extremo para acumular y gestionar datos, monetizar y crear nuevos activos y aprovechar los productos de análisis para trabajar en todo el ciclo de producción de conocimiento académico, desde la concepción hasta la publicación y distribución y la posterior evaluación y gestión de la reputación.

A su vez, podría decirse que generan incentivos perversos para que las universidades y los investigadores utilicen esos mismos productos con fines competitivos y estratégicos.

Se ha prestado muy poca atención a la integración empresarial y a la concentración económica entre los rankings, la publicación y el big data. De hecho, la facilidad acrítica con la que las universidades y los académicos proporcionan carteras de datos queda ilustrada por las montañas de material presentadas al Times Higher Education Impact Rankings para su evaluación a puerta cerrada.

El reciente anuncio de la adquisición de Inside Higher Ed por parte de Times Higher Education tiene el potencial de confundir aún más las funciones de comentarista independiente de la educación superior y de promotor de clasificaciones.

Se están empezando a plantear preguntas sobre la propiedad de los datos, la gobernanza y la regulación, de la misma manera que se están planteando estas preguntas sobre las grandes tecnologías.


Indicadores significativos y medición del rendimiento

Una de las cuestiones de los rankings, si no la más criticada, se refiere a la metodología y la elección de los indicadores. El creciente número de clasificaciones y las nuevas audiencias han acelerado la creación de vastos lagos de datos, pero no nos dicen mucho sobre las misiones y los resultados de la educación superior.

Seguimos sin entender bien lo que constituye una educación superior de alta calidad o cómo evaluar la calidad de la enseñanza y el aprendizaje, la internacionalización, el IDI (igualdad, diversidad e inclusión), el compromiso y el impacto en la sociedad, la innovación, etc. Estamos de acuerdo en que las instituciones de educación superior deben ser más receptivas a la sociedad, pero nos falta una comprensión común de lo que eso significa, y nos apresuramos a dar prioridad a la reputación global. 

Los académicos y las universidades son tan culpables como sus gobiernos en este sentido. Por ejemplo, la relación personal-alumno, que se utiliza fácilmente, pero que, como afirman John Zilvinskis et al. y Kyle Fassett y Alexander McCormick, no guarda relación con la calidad de la enseñanza. Medir la ganancia de aprendizaje, dice Camille Howson, es una noble ambición, pero no hay "una simple métrica 'bala de plata' que mida de forma precisa y efectiva el aprendizaje de los estudiantes de forma comparativa entre materias de estudio y tipos de instituciones".

Mientras que algunos gobiernos y universidades siguen bajo la influencia de las clasificaciones, otros son más circunspectos. Los rankings pueden ser un factor de motivación, pero como sostienen Sebastian Stride et al, Andrée Sursock, y Cláudia Sarrico y Ana Godonoga, la evaluación comparativa y la garantía de calidad pueden desempeñar un papel más sostenible a la hora de arrojar luz sobre los puntos débiles, adoptar nuevos enfoques y mejorar la calidad, la gobernanza y las condiciones marco.

Hay demasiadas pruebas, advierte Robert Kelchen, de que simplemente valoramos lo que se mide, no lo que importa. 


¿Siguen siendo relevantes?

Todo este enfoque en la excelencia de clase mundial plantea una pregunta básica sobre si nuestros estudiantes y graduados son mejores ciudadanos y si nuestras instituciones hacen contribuciones significativas al bienestar y la sostenibilidad de sus comunidades.

Un artículo reciente en The Atlantic identifica a los graduados de las 20 mejores universidades del mundo de EE.UU. como el centro del intento de golpe de Estado de Donald Trump el 6 de enero, socavando celosamente los valores y las estructuras básicas de la sociedad democrática porque sus posiciones históricas o de estatus asumido les protegen de cualquier "consecuencia significativa de sus fracasos".

Al final de casi 20 años de clasificaciones, hay pocas pruebas de que las clasificaciones tengan un impacto significativo en la mejora de la calidad. Además, no existe ninguna correlación entre subir en las clasificaciones y hacer una contribución significativa a la sociedad o al bien público.

Ellen Hazelkorn es socia de BH Associates y profesora emérita de la Universidad Tecnológica de Dublín (Irlanda), así como editora conjunta de Policy Reviews in Higher Education. Georgiana Mihut es profesora adjunta del departamento de estudios educativos de la Universidad de Warwick, Reino Unido. Research Handbook on University Rankings: Theory, methodology, influence and impact está editado por Ellen Hazelkorn y Georgiana Mihut.


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20 years on, what have we learned about global rankings?

Ellen Hazelkorn and Georgiana Mihut  22 January 2022

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In 2019, several ‘famous’ people went to prison for criminal conspiracy to influence undergraduate admission decisions. Thirty-three parents of college applicants were accused of paying more than US$25 million between 2011 and 2018 in what became known as the Operation Varsity Blues bribery scandal.

Two years later, the former dean of Temple University’s business school, along with two co-conspirators, was convicted of fraud for falsifying data provided to US News and World Report. He faces the maximum possible sentence of 25 years in prison followed by three years of supervised release and a US$500,000 fine.

Both events tell a tale of status-seeking behaviour – how university rankings continue to bamboozle the public, students and parents, influence university, government and investment strategies, and captivate media headlines and audiences around the world. 

Launched in 2003, global rankings captured the zeitgeist of accelerating globalisation and the global battle for talent and increased policy and public focus on performance, quality and accountability.

On the eve of their 20th anniversary, the Research Handbook on University Rankings: Theory, methodology, influence and impact – in 37 chapters – provides a comprehensive review and analysis of their influence and impact.

Three themes are highlighted below.


Geopolitical reshaping of the higher education landscape

The success of rankings lies in the way they showcase international comparability between inherently diverse and unequal systems and institutions. As Brendan Cantwell of Michigan State University argues, the global higher education system is characterised by asymmetrical exchange and collaboration as well as by conflict and competition within and between countries. 

Excellence initiatives aim to alter that narrative by seeking to position a few universities at the top of the global hierarchy.

China’s path is well documented. Its remarkable rise from having no universities in the top 100 in 2003 to seven in 2021 is an increase of 700% in the Academic Ranking of World Universities (ARWU). In comparison, the United States experienced a 31% decline from 58 universities in the top 100 in 2003 to 40 in 2021.

This also explains why the French celebrated when the University of Paris-Saclay was ranked 13th on the ARWU in 2021. A process of consolidation had brought together 10 faculties, four grandes écoles, the Institut des Hautes Etudes Scientifiques, two member-associated universities and shared laboratories with the main national French research organisations.  

Too much focus on the top 100 ignores the more noteworthy expansion in scientific output and capacity coming from a pipeline of universities and scholars from a more diverse set of countries, as described by authors Simon Marginson, and Jeongeun Kim and Michael Bastedo. This multi-polarity portrays an open and dynamic higher education and knowledge system – different from the static core-periphery model which has characterised global system theory.

Yet, it is also one in which elite universities, and their nations, seek to reinforce and extend their influence and advance their objectives through international networks, says Angel Calderon. Competition and collaboration go hand in hand.

But there are many ‘losers’. Professor Akiyoshi Yonezawa explains that the arms race for investment in world-class universities became more expensive than Japan, with its already-mature higher education system, could afford. A similar tale is told by Tara K Ising and James D Breslin of the “fallacy of status prioritisation” which nearly crippled the University of Louisville, United States, when the economic tide went out. 

These differing outcomes highlight the necessary substantial investment underpinned by favourable policy alongside the built-in bias of rankings methodology which favours high-performing and older universities, research measures and reputation. As such, they tell us almost everything we need to know about geopolitical tensions today.


The business of rankings

Increased attention on international comparability and accountability, along with open science systems and the desire for digital platforms, has fostered growing alignment between rankings, publishing and big data. This is generating a global intelligence business with huge repositories of higher education and scientific data held behind paywalls.

Hamish Coates evidences deepening integration between a small number of global publishers and online systems, including “online programme management” firms. Using Elsevier as a case study, George Chen and Leslie Chan map the development of end-to-end publishing, data analytics and research intelligence platforms which extend the visible role as a service provider as well as the invisible role in public governance. 

Publishing firms intersect with rankings and sophisticated end-to-end software to accumulate and manage data, monetise and create new assets and leverage analytics products to work across the entire academic knowledge production cycle from conception to publication and distribution and subsequent evaluation and reputation management.

In turn, they arguably generate perverse incentives for universities and researchers to use those very same products for competitive and strategic purposes.

Too little attention has focused on corporate integration and economic concentration between rankings, publishing and big data. Indeed, the uncritical ease with which universities and scholars provide portfolios of data is illustrated by the mountains of material submitted to the Times Higher Education Impact Rankings for assessment behind closed doors. 

The recent announcement of the acquisition of Inside Higher Ed by Times Higher Education has the potential to further confuse the roles of independent commentator on higher education and promoter of rankings.

Questions are only beginning to be asked about data ownership, governance and regulation – in the same way such questions are being asked about big tech.


Meaningful indicators and measuring performance

One – if not the – most regularly critiqued rankings issue concerns the methodology and choice of indicators. The growing number of rankings and new audiences have hastened the creation of vast data-lakes, but do not tell us much about the missions and outcomes of higher education.

We still have a poor understanding of what constitutes high quality higher education or how to assess quality in teaching and learning, internationalisation, EDI (equality, diversity and inclusion), societal engagement and impact, innovation, etc. We agree higher education institutions should be more socially responsive, but we lack a common understanding of what that means – and we’re too quick to prioritise global reputation. 

Academics and universities are as guilty as their governments in this regard. Take the staff-student ratio which is readily used but, as John Zilvinskis et al and Kyle Fassett and Alexander McCormick argue, it does not correlate with teaching quality. Measuring learning gain, says Camille Howson, is a noble ambition, but there is “no simple ‘silver bullet’ metric that accurately and effectively measures student learning comparatively across subjects of study and institutional types”.

While some governments and universities remain under the influence of rankings, others are more circumspect. Rankings may be a motivator, but as Sebastian Stride et al, Andrée Sursock, and Cláudia Sarrico and Ana Godonoga argue, benchmarking and quality assurance can play more sustainable roles in shedding light on weaknesses, adopting new approaches and improving quality, governance and framework conditions.

There is too much evidence, warns Robert Kelchen, that we simply value what is measured, not what matters. 


Still relevant?

All this focus on world-class excellence poses a basic question as to whether our students and graduates are better citizens and if our institutions make meaningful contributions to the well-being and sustainability of their communities.

A recent piece in The Atlantic identifies graduates of US global top 20 universities as being at the centre of Donald Trump’s coup attempt on 6 January – zealously undermining the basic values and structures of democratic society because their historic or assumed status positions protect them from any “significant consequences of their failures”.

At the end of nearly 20 years of rankings, there is little evidence that rankings make any meaningful impact on improving quality. And, there is no correlation between rising in the rankings and making a significant contribution to society or the public good.

Ellen Hazelkorn is a partner at BH Associates and professor emerita of the Technological University Dublin, Ireland, as well as joint editor of Policy Reviews in Higher Education. Georgiana Mihut is assistant professor in the department of education studies, University of Warwick, United Kingdom. Research Handbook on University Rankings: Theory, methodology, influence and impact is edited by Ellen Hazelkorn and Georgiana Mihut.


martes, 3 de mayo de 2022

Sobre los orígenes de la mercantilización en nuestras universidades públicas

Publicado en blog Universídad. Una conversación pública sobre la universidad



Sobre los orígenes de la mercantilización en nuestras universidades públicas

03/05/2022

La mercantilización aqueja a una multiplicidad de instituciones en todo el mundo y, en particular a los sistemas universitarios. En el de España, proliferan las universidades privadas con ánimo de lucro y las residencias estudiantiles planteadas como muy rentables negocios de potentes fondos de inversión. Y unas y otras son objeto a veces de millonarias operaciones de compra-venta. El aumento de los precios públicos en algunas comunidades autónomas, a raíz de la reforma legal de 2012, también fue y aún es un factor de mercantilización del sistema.

Pero la mercantilización ha conseguido asimismo hacerse unos cuantos huecos en el seno de nuestras universidades públicas y a ello nos referimos en lo que sigue de esta entrada, sin perjuicio de que algunas de las hipótesis explicativas de este fenómeno puedan ser útiles para entender las causas de la mercantilización del sistema en su conjunto.

Cosas que pasan que no deberían pasar

Los medios de comunicación se hacen eco, de vez en cuando, de prácticas anómalas en algunas universidades públicas españolas o en relación con ellas: plagios, aprobados y títulos otorgados en condiciones dudosas, cursos de pseudociencias, uso indebido de nombres y denominaciones universitarias, complementos retributivos no justificados, fondos de procedencia pública asignados a fines privados o profesores a tiempo completo que trabajan como directivos en empresas privadas a las que, además, hacen pedidos sustanciosos con cargo a fondos de proyectos subvencionados, así como otras transgresiones del régimen de incompatibilidades.

Asimismo, las auditorías públicas han puesto de manifiesto en no pocas ocasiones prácticas irregulares en instituciones que podemos denominar parauniversitarias, es decir, pertenecientes a una universidad pública, pero con personalidad jurídica propia.

Se trata sin duda de actividades inapropiadas, reprobables y en ciertos casos, sin entrar en su calificación jurídica, graves y susceptibles de sanciones académicas y administrativas. Epifenómenos de procesos de mercantilización que aquejan a la mayoría de universidades de los países capitalistas.

Nuestras universidades públicas no son, desde luego, focos de corrupción. Generalmente no pasa de ser una reducida minoría el personal involucrado en prácticas como las mencionadas, pero estas son preocupantes, tanto por sí mismas y sus consecuencias como por las escasas o inexistentes reacciones que suscitan en las instituciones en que tienen lugar y en el conjunto del sistema universitario público.

Cuando hace unos cinco años estallaron diversos escándalos en torno a una universidad pública de la Comunidad de Madrid, las otras universidades decidieron básicamente mirar hacia otro lado, invocando a veces, para justificar esta actitud, la autonomía universitaria, como si lo que ocurre en una universidad pública no concerniera a las otras.

Tal parece que la comunidad universitaria, que muy mayoritariamente no practica actividades irregulares y no las aprueba, se haya habituado a convivir con ellas como si irremediablemente formaran parte del paisaje.

Esta resignación creemos que solo puede explicarse a partir del análisis del ambiente intelectual y cultural en que se produce.

¿Cuándo y cómo empezó todo esto?

La clave para responder a esta pregunta se encuentra en los primeros años 80, en la Ley de Reforma Universitaria (LRU) y el ambiente económico, social y moral de los años en que esta se aprueba y se implanta.

Muerto Franco en 1975 y aprobada la Constitución en 1978, la universidad tuvo que esperar hasta 1983 su LRU. Cuando esta entró en vigor, las universidades se encontraban en general en situaciones académicas, económicas y patrimoniales lamentables. Las retribuciones de su personal eran insatisfactorias o irrisorias, muy por debajo de las de otros sectores de la Administración.

El crucial artículo 11 de la LRU vino entonces como agua de mayo al abrir la posibilidad de desarrollar actividades generadoras de ingresos para la institución y su personal docente e investigador (PDI) y de crear entidades para gestionarlas: “Los Departamentos y los Institutos Universitarios, y su profesorado a través de los mismos, podrán contratar con entidades públicas o privadas, o con personas físicas, la realización de trabajos de carácter científico, técnico o artístico, así como el desarrollo de cursos de especialización”.

Son años de auge del neoliberalismo, con Thatcher y Reagan al frente de sus gobiernos, asesorados por Milton Friedman, elevado a los altares de la ciencia económica. Son años en que los Chicago Boys actúan a sus anchas en Chile, bajo la capa protectora de Pinochet. En 1985 Felipe González aprendió de Deng Xiaoping que lo que importa de un gato es que cace ratones, pero no que sea blanco o negro.

Se va imponiendo en España la cultura del pelotazo. “España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de Europa y quizá del mundo”, proclama el ministro Solchaga en 1988 en una reunión de más de mil empresarios, que le ovacionan entusiasmados. El mismo Solchaga al que se suele atribuir el eslogan “la mejor política industrial es la que no existe” que hizo fortuna por aquel entonces, en la línea de “el Gobierno es el problema”, de Ronald Reagan.

Así pues, procuremos que las regulaciones se limiten a las inevitables y usemos la imaginación para flexibilizar en lo posible los condicionamientos que nos impongan.

En este contexto y al amparo, en parte implícito, de la LRU, las universidades ponen en marcha órganos y mecanismos para fomentar los contratos y los cursos de especialización y regulan la afectación de los ingresos obtenidos. Algunas, en su afán por incentivar al PDI para que impulse estas nuevas actividades, retienen para la propia universidad apenas lo necesario, o incluso menos de lo necesario, para que esta se resarza de los costes generados por el desarrollo del contrato o la realización del curso.

Al abrirse estas oportunidades, y como quizás hubiera predicho Adam Smith, aparece un PDI de nuevo tipo: emprendedor, empresario, generador de ingresos, muy valorado por su universidad (nos consta que en alguna es conocido coloquialmente como PDI pata negra) y con considerable influencia en sus políticas, pese a que, como hemos apuntado, la universidad no suele beneficiarse significativamente de los ingresos generados.

Poderoso caballero

Se estableció, pues, una nueva relación de las universidades con el dinero, que tendría consecuencias nada triviales. No en vano Robert Hutchins, que fue presidente y canciller de la Universidad de Chicago, ya había detectado “el amor al dinero en el fondo de la desintegración de la universidad estadounidense”, como escribió en La universidad de Utopía, en 1953.

No se trata de cantidades menores. Una gran universidad pública puede facturar cada año millones de euros en contratos y cursos de especialización, lo que deriva en ingresos adicionales significativos para algunos miembros del PDI.

El PDI permanente a tiempo completo de nuestras universidades públicas percibe ahora salarios razonables, hasta el punto de que hace décadas que no se ha planteado ninguna reivindicación sindical relevante al respecto. No obstante, a diferencia de lo que ocurre en otras administraciones públicas o en universidades de algunos otros países, el PDI puede devengar retribuciones por su participación en contratos y cursos durante su jornada laboral, por la que ya percibe el salario que le corresponde como personal funcionario o contratado.

Los emolumentos adicionales derivados de los contratos pueden alcanzar, en cómputo anual, el 150 % del salario máximo posible de un miembro del PDI de una universidad pública. El valor de estas retribuciones adicionales, aunque no ha sido interpretado de un mismo modo en todas las universidades y comunidades autónomas es, según nuestros cálculos, superior a 160.000 €/año.

Por añadidura, el PDI que, junto a otros méritos, acredite una actividad suficiente en el marco de contratos con entidades externas puede, desde 2018, solicitar un complemento retributivo consolidado en concepto de “sexenio de transferencia”.

Las disposiciones del artículo 11 de la LRU se recogieron y ampliaron en los artículos 83 y 84 de la vigente LOU (Ley Orgánica de Universidades) donde se explicita que la celebración de contratos para la realización de trabajos o cursos se podrá efectuar también a través de “los órganos, centros, fundaciones o estructuras organizativas similares de la Universidad” y que las universidades “podrán crear empresas, fundaciones u otras personas jurídicas”. Asimismo, el artículo 83 prevé excedencias temporales de hasta cinco años, con reserva de plaza, para el profesorado permanente que se incorpore a una empresa de base tecnológica relacionada con proyectos de investigación en que haya participado.

Las personas que, movidas por estos incentivos, dan preferencia en su actividad universitaria a la transferencia o a organizar o impartir enseñanzas no regladas, no solo tienen todo el derecho a hacerlo, sino que contribuyen al logro de los objetivos de política universitaria que inspiran la legislación vigente. Pero se pueden objetar, por sus posibles consecuencias negativas, los objetivos, la política y los mecanismos para implantarla. Y, más allá, se debe plantear si la transferencia ha de ser la actividad más incentivada y que proporcione más dividendos y más reconocimiento que la investigación y la docencia.

Esta ya no nueva relación de las universidades con el dinero y los mercados presenta tres aspectos que merecen comentarios específicos: los contratos, los cursos y las entidades parauniversitarias.

La transferencia, ¿tercera misión?

Según la vigente LOU (artículo 1-1) “La Universidad realiza el servicio público de la educación superior mediante la investigación, la docencia y el estudio” (en la LRU el orden era distinto “la docencia, el estudio y la investigación”).  En todo caso, en ninguno de estos enunciados, que vienen a ser el frontispicio de las leyes respectivas, se menciona la transferencia como una de las actividades necesarias para que las universidades cumplan su función de realizar el servicio público de la educación superior.

Ello no ha sido óbice, sin embargo, para que se haya otorgado cada vez mayor importancia a la denominada transferencia, hasta el punto de que se ha hecho lugar común referirse a ella como la tercera misión de la universidad. Y hasta el punto de que el artículo 1 de los borradores de la LOSU que circularon en 2021 incluía, junto a las actividades de docencia e investigación, las de “transferencia del conocimiento e innovación”, a la vez que desaparecía la referencia al servicio público de la educación superior.

A partir de la LRU, las universidades crearon sus OTRIs (Oficinas de Transferencia de los Resultados de la Investigación), llamadas así pese a que nada en la ley ni en la práctica obliga a que los contratos se refieran a los resultados de la investigación y, de hecho, con frecuencia atañen a asesorías, ensayos en laboratorios especializados, uso de software, proyectos de artefactos o de edificios y otros servicios.

No obstante, en los años 80 y 90 hubo alguna universidad que medía en pesetas el volumen de su actividad investigadora (en realidad se sumaban peras con manzanas: subvenciones a proyectos de investigación de planes nacionales e internacionales competitivos, con ingresos por contratos; es decir, se daba implícitamente por hecho que las actividades llevadas a cabo en el marco de los contratos eran actividades de investigación).

En este marco, se generan a veces relaciones estables exclusivas de grupos de investigación con entidades privadas, hasta el punto de que hay grupos que vienen a ser una especie de departamento de I+D+i, o de D+i, de determinadas empresas. Por otra parte, el hecho de que los costes fijos de personal y equipamiento estén cubiertos por el presupuesto de la universidad permite, desde el punto de vista estrictamente económico, que los precios facturados por los servicios se fijen sobre la base de los costes variables, lo que ha originado suspicacias en algunos consejos sociales, en particular cuando la oferta de servicios de un grupo universitario competía con la de empresas vinculadas a miembros del Consejo.

Visto el fervor ideológico, normativo y organizativo por la transferencia, parece que debería tenerse en cuenta que la universidad no es una navaja suiza (multiusos)[1] y que la innovación correspondiente a la i minúscula de I+D+i se materializa en productos y procesos productivos, que se obtienen y se llevan a cabo fuera de la universidad. Y considerar atentamente las reflexiones que al respecto publicó[2] Bruegel (un laboratorio de ideas especializado en economía y vinculado a la UE):

“Si por ser emprendedoras se quiere decir que las universidades deben estar en sintonía con su entorno, tanto social como económico, y reactivas a él, entonces estamos de acuerdo. Pero si eso significa que las universidades deberían convertirse en agentes muy activos en el mercado de la ‘innovación’ y que deberían esforzarse por obtener una cantidad significativa de financiación por esta vía, entonces somos más reacios. Puede haber instituciones mejor diseñadas para esto, por ejemplo, centros tecnológicos y parques tecnológicos ubicados cerca de las universidades (incluso con la participación de estas últimas en su gestión). Recaudar dinero a través de actividades empresariales directas puede resultar tentador (gran parte del equipo y los recursos humanos necesarios ya están disponibles y, tal vez, se han pagado), pero es fácil que la importancia cuantitativa de estos fondos sea sobreestimada. La universidad tiene una misión central que no es empresarial. Es la educación y la investigación lo que solo las universidades y los centros de investigación pueden lograr: lo que ahora se denomina comúnmente ‘investigación de frontera’. La investigación universitaria está fuertemente subvencionada porque es, o debería ser, de una variedad de alto riesgo a largo plazo que no podría desarrollarse en el mercado”.

¿Cuántos másteres tienes?

En los mismos años de la LRU aparecen personajes públicos con títulos de máster de prestigiosas, o no, universidades estadounidenses. En España existían los MBA, pero se situaban en un ámbito distinto del de los títulos universitarios. Mas a partir de aquellos momentos se empezó a extender la idea de que, si quienes eran alguien tenían un máster, nadie eras si no lo tenías, lo que generó una demanda de formación y de títulos y puso en marcha la conocida mano invisible que dirige los mercados.

En este caso, a través de entidades parauniversitarias o meramente privadas, que actuaban por cuenta propia o en colaboración con las parauniversitarias. Todo ello en ausencia de regulación relativa al uso de la denominación “máster”, a los contenidos y procesos de evaluación de los correspondientes programas de estudios y a sus precios.

Ello dio lugar a títulos de máster, no oficiales, de lo más variopinto en cuanto a duración, calidad, precio y características de las instalaciones y del profesorado. Hubo másteres de ofimática impartidos en algún piso del ensanche barcelonés; hubo y ha habido hasta hace muy poco másteres de homeopatía amparados por universidades. Todo esto ha movido y sigue moviendo mucho dinero y ha generado muchos intereses creados.

En la última reforma estructural del sistema de títulos universitarios oficiales se dio en llamar máster al segundo de los tres ciclos (grado, máster, doctorado). Y aunque la ley prevé que no se puedan utilizar denominaciones coincidentes con las que establece la propia ley o que puedan inducir a confusión con ellas, lo cierto es que el término máster se sigue utilizando sin cortapisas, por lo cual se ha tenido que añadir el adjetivo “universitario” a los másteres oficiales, para distinguirlos de los que no lo son.

Por consiguiente, las universidades ofrecen títulos oficiales de máster (másteres universitarios) y suelen ofrecer, normalmente a través de entidades parauniversitarias, o al alimón con entidades privadas, títulos propios de máster (que no son másteres universitarios).

También puede darse el caso de que un máster no universitario de una institución privada no universitaria obtenga algún tipo de reconocimiento por parte de una universidad pública, posiblemente a través de alguna fundación o instituto parauniversitario (que no debe confundirse con un instituto universitario de investigación). Estas titulaciones conviven con los llamados másteres, no oficiales, previos a la reforma del sistema de títulos.

Además, junto a los másteres de todas clases existe una amplia oferta de programas con denominaciones diversas, tales como diplomas de posgrado, de especialización o de experto.

Coronas parauniversitarias

Las universidades suelen estar rodeadas de una corona de entidades parauniversitarias que impulsan y gestionan actividades docentes o de transferencia. Tales entidades no están sujetas a las normas que regulan las universidades públicas y se sitúan muchas veces en el ámbito del derecho privado, por lo que su control por parte de los órganos colegiados de la universidad es problemático.  Precisamente, el supuesto argumento con el que se pretende justificar su necesidad es la flexibilidad de la que gozarían frente a la rigidez que sería propia de lo público.

Dichas entidades dependen de la universidad, pero su estructura jurídica permite que en sus órganos de dirección (el patronato de una fundación, por ejemplo) estén presentes otros intereses, generalmente de grandes empresas privadas. Por su parte, pueden crear otras entidades que dependen de ellas (y, claro está, cada vez más indirectamente, de la universidad correspondiente) o establecer convenios con centros de formación privados, para dar una pátina de prestigio a las actividades de formación de estos últimos.

Es cierto que en el seno de estas instituciones hay más grados de libertad que en la universidad misma. Por ejemplo, en cuanto a la contratación y a las retribuciones de su personal o del profesorado que imparte la docencia, en su caso. Aunque dependen de una universidad y tal vez el nombre de dicha universidad figure o se sugiera en su propio nombre, no forman parte de la universidad propietaria, lo que hace posible que impartan cursos incluso sin intervención alguna del profesorado universitario.

Hay entidades parauniversitarias con un volumen de facturación considerable, que puede ser de varios millones de euros, y del que no siempre se beneficia significativamente la universidad.

Todo ello ha dado pie a que algunas hayan ido adquiriendo una dinámica propia, en cuanto a objetivos y procedimientos. Un estilo propio que puede llegar a ser bastante distinto del que se supone como típicamente universitario.

Así, hace unos años se publicó que unos profesores habían gastado, entre 2009 y 2014, a través de una fundación de su universidad pública, unos 800.000 € en viajes, restaurantes y en otros conceptos, sin aparente relación alguna con la actividad académica. Y que la misma fundación había incurrido en gastos inmódicos, que incluían el alquiler de un velero para celebrar en él fiestas de inicio y de final de curso para el personal. Lo más aleccionador de las noticias al respecto era, por una parte, que la máxima responsable ejecutiva de la fundación justificaba el alquiler de la embarcación porque ella sabía cómo gestionar el personal de una empresa como la que dirigía, tan distinta de la universidad. Y, por otra, que la universidad tomó medidas significativas para enderezar el rumbo de aquella entidad parauniversitaria.

¿Quién puede poner un cascabel a este gato?

Cuando un gobierno se disponga a proponer una ley que mejore el sistema público universitario deberá abordar las cuestiones que hemos comentado: funciones de la universidad, regulación del contenido de los contratos y de la asignación de los correspondientes ingresos, enseñanzas no oficiales, creación y control de las entidades parauniversitarias, transparencia.

Claro está que una cosa es promulgar leyes y otra, hacer que se cumplan. Y una tercera, ganar batallas relativas a culturas y comportamientos arraigados en las instituciones. No es fácil ni rápido, pero no es imposible si concurren administraciones públicas, consejos sociales, rectorados y organizaciones estudiantiles y del personal universitario.

Al fin y al cabo, solo se trata de que las universidades se centren en los objetivos que les son propios y de que el público tenga garantías de que no le dan gato por liebre.

 

[1] Rivero Ortega, R. (2021) El futuro de la Universidad. Ediciones Uiversidad de Salamanca.

[2] Aghion, P., Dewatripont, M., Hoxby, C., Mas-Colell, A., Sapir, A. (2008) Higher aspirations: An agenda for reforming European universities. Bruegel.

 

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Publicado en THE Times Higher Education https://www.timeshighereducation.com/news/plan-s-20-open-access-plan-bold-may-prove-ineffective   El...