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lunes, 21 de abril de 2025

Poder e ideología en la catalogación bibliotecaria

 

Publicado en The Scholarly Kitchen

https://scholarlykitchen.sspnet.org/2025/03/25/guest-post-classification-as-colonization-the-hidden-politics-of-library-catalogs/?informz=1&nbd=567d61ec-36ea-4197-85eb-43e2bd36d175&nbd_source=informz 



La clasificación como colonización: La política oculta de los catálogos de las bibliotecas


Por Mike Olson

25 de marzo de 2025


Nota del editor: El artículo de hoy es de Mike Olson. Mike es Profesor Adjunto y Bibliotecario de Catalogación y Descubrimiento en la Biblioteca Murphy de la Universidad de Wisconsin-La Crosse. Su investigación se centra en la intersección de los sistemas de información y la crítica social.


[Extractos realizados por Bol. SciELOMX:]


  • Los catálogos de las bibliotecas siempre han sido campos de batalla donde el contenido no sólo se describe, sino que se debate

  • La Orden Ejecutiva 14172 del Presidente Trump (20 ene 2025) que ordena el cambio de nombre del «Monte Denali» y «Golfo de México» por las políticamente cargadas «Monte McKinley» y «Golfo de América» revelan la verdad desnuda de lo que la catalogación siempre ha sido: un campo de batalla donde el significado se disputa y conquista.

  • La catalogación es un instrumento político por su capacidad para nombrar y para poder hacer que esas decisiones de denominación parezcan neutrales e inevitables.

  • Los catálogos no sólo contienen prejuicios, sino que los ocultan sistemáticamente tras una fachada de objetividad técnica.

  • Así, por ejemplo, la Biblioteca del Congreso se pasó décadas utilizando «Extranjeros ilegales» como epígrafe temático autorizado -a pesar de la abrumadora evidencia de su naturaleza peyorativa-, con lo cual estaba ejerciendo poder y no apegándose a la objetividad

  • El bibliotecario Sanford Berman lo reconoció en 1971 cuando publicó Prejudices and Antipathies: A Tract on the LC Subject Heads Concerning People, en el que documentaba cómo los encabezamientos de la LC perpetuaban el racismo, el sexismo y la xenofobia bajo la apariencia de neutralidad.

  • Actualmente nos enfrentamos a un nuevo capítulo en el que el lenguaje está siendo utilizado como arma con la intención explícita de borrar y controlar

  • Las Órdenes Ejecutivas de la Administración Trump forman parte de una tendencia más amplia de restricciones a los esfuerzos de diversidad, equidad e inclusión (DEI) en la educación superior. Estas directivas no son incidentes aislados, sino que reflejan un esfuerzo concertado para remodelar el panorama de las universidades estadounidenses.


  • Las Órdenes Ejecutivas de Trump forman parte de un asalto más amplio al lenguaje que amenaza los cimientos mismos del trabajo bibliotecario

  • Para los catalogadores críticos la neutralidad en la clasificación sencillamente no existe.

  • La catalogación siempre ha sido un arma contra las comunidades marginadas.

  • Por ejemplo, Melvil Dewey, cuyo sistema de clasificación decimal organiza las bibliotecas de 135 países de todo el mundo:  Su sistema relega los temas de la mujer a subcategorías domésticas y pone las experiencias de los hombres cristianos blancos como universales.

  • Así, por ejemplo, el término «salud de la mujer» es una subdivisión menor y «salud» significa salud del hombre por defecto. Con esto, la clasificación actúa marginando algunas voces mientras naturaliza otras.

  • El sistema de Dewey también es racista: su clasificación colocaba los materiales sobre culturas no blancas en secciones marginales que implicaban su inferioridad con respecto a la civilización occidental.

  • Así, el conocimiento indígena fue colocado bajo el epígrafe «folclore», mientras que la filosofía europea recibió el estatus de clasificación principal.

  • Esto no se trataba de decisiones técnicas neutrales, sino de expresiones de la visión del mundo de Dewey, que consideraba la masculinidad cristiana blanca como el principio organizador del propio conocimiento.

  • Por su parte, en estos momentos, las directivas actuales imponen cambios lingüísticos que centran el excepcionalismo estadounidense y borran las perspectivas diversas.

  • En 1989, la Clasificación Decimal Dewey todavía clasificaba «Homosexualidad» en la categoría de Problemas Sociales, a menudo junto a «Prostitución» y «Obscenidad».

  • Los catalogadores radicales lucharon durante décadas para eliminar esos epígrafes, a menudo enfrentándose a la resistencia de los profesionales de la catalogación tradicional, que alegaban la conservación de las normas, la continuidad histórica y la neutralidad técnica como razones para mantener el statu quo.

  • Por su parte, en estos momentos, las directivas actuales imponen cambios lingüísticos que centran el excepcionalismo estadounidense y borran las perspectivas diversas.

  • Irónicamente, algunos de los actuales profesionales de la catalogación defienden la aplicación de nuevos mandatos terminológicos nacionalistas cargados de tintes políticos.

  • Los catalogadores críticos han defendido durante generaciones que los encabezamientos de materia nunca han sido metadatos técnicos neutrales, sino que siempre han funcionado como declaraciones políticas sobre lo que merece reconocimiento y cómo debe organizarse el conocimiento.

  • Las nuevas directrices no introducen la política en la catalogación, simplemente hacen visible la política que siempre ha estado ahí.

  • La brecha entre la representación de LCSH y la terminología contemporánea es enorme. Según Rachel K. Fischer, la LCSH y los Términos de Grupos Demográficos de la Biblioteca del Congreso (LCDGT) se solapan con sólo el 25% de los términos de identidad LGBTQ+ que se encuentran en el Homosaurus, un vocabulario especializado en LGBTQ+.
    Esto significa que tres cuartas partes del lenguaje que utilizan las comunidades LGBTQ+ para describirse a sí mismas siguen sin ser reconocidas en nuestro principal sistema nacional de catalogación.

  • En general el progreso ha sido lento, aunque han habido algunos cambios: «extranjeros ilegales» se sustituyó finalmente por «no ciudadanos», pero persisten muchos epígrafes problemáticos, como «indios de Norteamérica».

  • Todo esto no se trata simplemente de una cuestión de preferencia semántica; estas opciones terminológicas obstruyen activamente el acceso a la información para los usuarios que buscan con un lenguaje contemporáneo y perpetúan concepciones anticuadas de las comunidades marginadas.

  • En el libro El poder de nombrar, de Hope Olson: Locating the Limits of Subject Representation in Libraries, publicado en 2002, expone cómo los principales sistemas de clasificación marginan los materiales sobre mujeres, personas de color y otros grupos no dominantes a través de sesgos estructurales en la formación de categorías. Las actuales directivas federales no hacen sino explicitar lo que Olson demostró que siempre estuvo implícito: la clasificación puede oprimir.

  • El catálogo de las bibliotecas se ha fracturado: dividido entre su función como instrumento de poder estatal y su aspiración de facilitar el acceso democrático al conocimiento.

  • Esta dualidad crea tensiones en el sistema de catálogos: por un lado, debe atenerse a métodos de clasificación estandarizados que a menudo reflejan prejuicios sociales. Por otro lado, se esfuerza por ser un repositorio inclusivo de conocimientos que represente todos los puntos de vista.

  • Esta naturaleza dividida del catálogo pone de relieve el reto permanente de la biblioteconomía: equilibrar la necesidad de organización y normalización con el objetivo de una representación equitativa y el acceso a conocimientos diversos.

  • Los mandatos federales de eliminar ciertas palabras de nuestros catálogos no son meras preferencias lingüísticas, sino intentos de remodelar los límites del pensamiento pensable.

  • La anulación de los términos «Monte Denali» o «Golfo de México» como encabezamientos de materia, implica no sólo reetiquetar el conocimiento existente, sino restringir qué preguntas pueden formularse y qué conexiones pueden establecerse.

  • El catálogo se convierte en lo que Foucault llamó un «aparato disciplinario», que entrena a los usuarios en formas de percibir la realidad aprobadas por el gobierno.

  • La violencia invisible de los metadatos: el lenguaje utilizado en los sistemas de organización del conocimiento influye en la forma en que se accede a la información, se entiende y se utiliza en las sociedades de todo el mundo.

  • Cuando los investigadores ya no pueden encontrar recursos sobre el «Golfo de México» porque ese término ha sido purgado, su investigación queda circunscrita por decreto político más que por curiosidad intelectual.

  • Y cuando los materiales históricos sobre el «monte Denali» se reclasifican en «monte McKinley», somos testigos de la reescritura de la historia en tiempo real a través de medios bibliográficos.

  • La violencia no es meramente simbólica: los cambios en el lenguaje de catalogación pueden afectar a la representación de los grupos marginados y a la facilidad con que se puede encontrar información sobre estas comunidades.

  • Si futuros decretos federales sustituyen términos como «derechos reproductivos» por eufemismos políticamente motivados, los investigadores sanitarios ya no podrán localizar materiales de forma eficiente y la práctica clínica se resentirá.

  • Si el trabajo de los climatólogos se hace más difícil de descubrir porque se ha ofuscado la terminología estándar, las respuestas políticas se retrasarán.

  • Las decisiones de catalogación que se tomen hoy determinarán qué conocimientos seguirán siendo accesibles mañana.

  • La filósofa Miranda Fricker denomina «injusticia epistémica» al daño causado a individuos y comunidades en su calidad de conocedores. Cuando el lenguaje que utilizan las comunidades para describir sus propias experiencias se excluye sistemáticamente de los sistemas de organización del conocimiento, deben traducir sus realidades a una terminología aprobada por el gobierno o corren el riesgo de quedar invisibles.

  • En realidad, lo que empieza como política de catalogación se convierte inevitablemente en control del pensamiento.

  • Al controlar lo que se puede nombrar, las autoridades controlan lo que se puede conocer, enseñar, investigar y, en última instancia, imaginar como posible.

  • Cómo reimaginar la autoridad: quizá el problema no sea sólo qué términos están autorizados, sino el propio concepto de autorización.

  • Una catalogación que adoptara el concepto de «infraestructura intelectual» (Shannon Mattern) convertiría a ésta en un sistema diseñado no para imponer significados singulares, sino para facilitar múltiples interpretaciones


  •  Las herramientas tecnológicas para ello ya existen: la clasificación por facetas permite a los usuarios acercarse a la información desde múltiples puntos de entrada en lugar de seguir una jerarquía predeterminada.

  • Los modelos de datos enlazados pueden representar explícitamente las relaciones entre las distintas convenciones de nomenclatura, preservando tanto la terminología obligatoria como el lenguaje preferido por la comunidad y haciendo visibles las relaciones de poder entre ellos.

  • Los sistemas de etiquetado generados por los usuarios, cuando se aplican junto a vocabularios controlados, crean espacios en los que el conocimiento comunitario puede prosperar incluso cuando falla el lenguaje oficial.

  • La Biblioteca Xwi7xwa (Univ. de Columbia Británica) demuestra cómo los sistemas de clasificación alternativos pueden centrar las perspectivas indígenas en lugar de marginarlas. Su adaptación de la Clasificación Brian Deer muestra cómo la organización del conocimiento puede surgir de las comunidades a las que sirve en lugar de ser impuesta desde arriba.

  • El vocabulario internacional de datos enlazados Homosaurus proporciona un modelo de cómo las terminologías desarrolladas por la comunidad pueden coexistir con los sistemas institucionales, ofreciendo vías de descubrimiento que el LCSH por sí solo no puede proporcionar. 

  • El proyecto de humanidades digitales Early Caribbean Digital Archive aplica una catalogación reparadora, abordando explícitamente los supuestos colonialistas incrustados en los metadatos tradicionales mediante la incorporación de perspectivas marginadas y terminologías impugnadas.

  • Estos ejemplos demuestran que el obstáculo no es técnico, sino conceptual: seguimos atados a una ideología profesional que equipara la normalización con el acceso.

  • Esto no significa abandonar la organización o abrazar el caos. Significa volver a concebir la autoridad como algo que surge de las comunidades en lugar de imponérseles. 





Los catálogos de las bibliotecas siempre han sido campos de batalla donde el contenido no sólo se describe, sino que se debate. La Orden Ejecutiva 14172 del Presidente Trump del 20 de enero de 2025, que ordena el cambio de nombre de las designaciones geográficas de larga data «Monte Denali» y «Golfo de México» por las políticamente cargadas «Monte McKinley» y «Golfo de América» revelan la verdad desnuda de lo que la catalogación siempre ha sido: un campo de batalla donde el significado se disputa y conquista.


La palabra como arma y escudo


Lo que convierte a la catalogación en un instrumento político tan potente no es sólo su capacidad para nombrar, sino su poder para hacer que esas decisiones de denominación parezcan neutrales e inevitables. Emily Drabinski, expresidenta de la American Library Association, ha afirmado que los catálogos no sólo contienen prejuicios, sino que los ocultan sistemáticamente tras una fachada de objetividad técnica.


No nos engañemos. Cuando la Biblioteca del Congreso se pasó décadas utilizando «Extranjeros ilegales» como epígrafe temático autorizado -a pesar de la abrumadora evidencia de su naturaleza peyorativa- estaba ejerciendo poder, no objetividad. El bibliotecario Sanford Berman lo reconoció en 1971 cuando publicó Prejudices and Antipathies: A Tract on the LC Subject Heads Concerning People, en el que documentaba cómo los encabezamientos de la LC perpetuaban el racismo, el sexismo y la xenofobia bajo la apariencia de neutralidad. 


Ahora nos enfrentamos a un nuevo capítulo en el que el lenguaje está siendo utilizado como arma con la intención explícita de borrar y controlar. Las Órdenes Ejecutivas de la Administración Trump forman parte de una tendencia más amplia de restricciones a los esfuerzos de diversidad, equidad e inclusión (DEI) en la educación superior. Estas directivas no son incidentes aislados, sino que reflejan un esfuerzo concertado para remodelar el panorama de las universidades estadounidenses. Forman parte de un asalto más amplio al lenguaje que amenaza los cimientos mismos del trabajo bibliotecario. Cuando no podemos hablar de ciertas realidades, ¿cómo catalogamos los materiales sobre ellas? ¿Y cómo encontrarán los usuarios recursos que no se pueden encontrar mediante búsquedas de palabras clave con términos ahora prohibidos? 


Celeste West y los Bibliotecarios Contestatarios reconocerían este momento. En 1972, expusieron cómo la «neutralidad» profesional servía de escudo para la complicidad con los sistemas opresivos. Sus descendientes espirituales se enfrentan hoy a duras opciones: acatar el autoritarismo lingüístico o arriesgar sus medios de vida defendiendo la libertad intelectual.  


La politización manifiesta de hoy despoja a los catalogadores de ese barniz, confirmando lo que los catalogadores críticos han mantenido durante mucho tiempo: la neutralidad en la clasificación sencillamente no existe.


Fanatismo incorporado al sistema


La incómoda verdad es que la catalogación siempre ha sido un arma contra las comunidades marginadas. Pensemos en Melvil Dewey, cuyo sistema de clasificación decimal organiza las bibliotecas de 135 países de todo el mundo. Su sistema relega los temas de la mujer a subcategorías domésticas, mientras que centra las experiencias de los hombres cristianos blancos como universales. Cuando «salud de la mujer» se convierte en una subdivisión menor y «salud» significa salud del hombre por defecto, la clasificación actúa exactamente como su creador pretendía: marginando algunas voces mientras naturaliza otras.  


El racismo en el sistema de Dewey tampoco era accidental. Su clasificación colocaba los materiales sobre culturas no blancas en secciones marginales que implicaban su inferioridad con respecto a la civilización occidental. Los sistemas de conocimiento indígenas fueron enterrados bajo el epígrafe «folclore», mientras que la filosofía europea recibió el estatus de clasificación principal. 


No se trataba de decisiones técnicas neutrales, sino de expresiones de la visión del mundo de Dewey, que consideraba la masculinidad cristiana blanca como el principio organizador del propio conocimiento. Cuando las directivas actuales imponen cambios lingüísticos que centran el excepcionalismo estadounidense y borran las perspectivas diversas, no se están apartando de la tradición bibliotecaria. La están honrando.  


En 1989, la Clasificación Decimal Dewey todavía clasificaba «Homosexualidad» en la categoría de Problemas Sociales, a menudo junto a «Prostitución» y «Obscenidad». Los catalogadores radicales lucharon durante décadas para eliminar esos epígrafes, a menudo enfrentándose a la resistencia de los profesionales de la catalogación tradicional, que alegaban la conservación de las normas, la continuidad histórica y la neutralidad técnica como razones para mantener el statu quo.


Irónicamente, ahora vemos justificaciones similares por parte de algunos de estos mismos profesionales cuando defienden la aplicación de nuevos mandatos terminológicos nacionalistas cargados de tintes políticos. La diferencia estriba en que, mientras que las anteriores opciones de clasificación pretendían ser decisiones técnicas objetivas, las actuales directivas explícitamente políticas han despojado esta fachada de neutralidad.


Este cambio pone de manifiesto lo que los catalogadores críticos han defendido durante generaciones: los encabezamientos de materia nunca han sido metadatos técnicos neutrales, sino que siempre han funcionado como declaraciones políticas sobre lo que merece reconocimiento y cómo debe organizarse el conocimiento. Las nuevas directrices no introducen la política en la catalogación, simplemente hacen visible la política que siempre ha estado ahí.   


La brecha entre la representación de LCSH y la terminología contemporánea es enorme. La investigación de Rachel K. Fischer muestra que la LCSH y los Términos de Grupos Demográficos de la Biblioteca del Congreso (LCDGT) se solapan con sólo el 25% de los términos de identidad LGBTQ+ que se encuentran en el Homosaurus, un vocabulario especializado en LGBTQ+. Esto significa que tres cuartas partes del lenguaje que utilizan las comunidades LGBTQ+ para describirse a sí mismas siguen sin ser reconocidas en nuestro principal sistema nacional de catalogación.


El progreso sigue siendo glacial. Aunque se han producido algunos cambios - «extranjeros ilegales» se sustituyó finalmente por «no ciudadanos»-, persisten muchos epígrafes problemáticos, como «indios de Norteamérica». No se trata simplemente de una cuestión de preferencia semántica; estas opciones terminológicas obstruyen activamente el acceso a la información para los usuarios que buscan con un lenguaje contemporáneo y perpetúan concepciones anticuadas de las comunidades marginadas.


El poder de nombrar, de Hope Olson: Locating the Limits of Subject Representation in Libraries, publicado en 2002, expone cómo los principales sistemas de clasificación marginan los materiales sobre mujeres, personas de color y otros grupos no dominantes a través de sesgos estructurales en la formación de categorías. Las actuales directivas federales no hacen sino explicitar lo que Olson demostró que siempre estuvo implícito: la clasificación puede oprimir.   


El catálogo fracturado


El propio catálogo se ha vuelto esquizofrénico, dividido entre su función como instrumento de poder estatal y su aspiración de facilitar el acceso democrático al conocimiento. Esta dualidad crea tensiones en el sistema de catálogos. Por un lado, debe atenerse a métodos de clasificación estandarizados que a menudo reflejan prejuicios sociales. Por otro lado, se esfuerza por ser un repositorio inclusivo de conocimientos que represente todos los puntos de vista. Esta naturaleza dividida del catálogo pone de relieve el reto permanente de la biblioteconomía: equilibrar la necesidad de organización y normalización con el objetivo de una representación equitativa y el acceso a conocimientos diversos.


Cuando los catalogadores aplican cambios terminológicos por motivos políticos, se convierten en actores involuntarios de un ritual lingüístico que normaliza determinadas visiones del mundo al tiempo que borra otras. Pero estos sistemas tienen potencial para la subversión. Del mismo modo que Judith Butler señala que las actuaciones de drags* pueden poner de manifiesto la construcción de las normas de género, los catalogadores podrían emplear lo que podríamos llamar «drags bibliográficos», es decir, aplicar los cambios terminológicos obligatorios de forma que destaquen su artificialidad en lugar de ocultarla.  

[ *nota del traductor Bol. SciELOMX: respecto de la traducción del término “drags” hemos optado por la siguiente interpretación, sin tener la certeza de que ésa es la intención del autor: las siglas "DRAG" en el contexto de la cultura drag, se refieren a "Dressed As a Girl" (Vestido como una chica) o "Dressed As a Guy" (Vestido como un chico), dependiendo del género que se esté representando. Sin embargo, algunos también las interpretan como "Drag Queens And Kings" (Reinas y Reyes Drag) para abarcar a todos los géneros. En general, el término "drag" se utiliza para describir la práctica de vestirse y actuar de manera exagerada o estereotipada, a menudo con el fin de entretener, expresar la identidad de género o desafiar las normas de género tradicionales. ]


Imaginemos registros de catálogo en los que el nuevo término «Golfo de América» aparezca con encabezamientos de materia adicionales como «Nombres geográficos-Aspectos políticos-Estados Unidos» u «Órdenes ejecutivas-Estados Unidos-2025» que revelen su procedencia reciente y su motivación política, convirtiendo lo que se entendía como infraestructura invisible en comentario visible.


Esta estrategia no sólo mejora la capacidad de descubrimiento, sino que también convierte los registros de catálogo en herramientas para un compromiso crítico con las cuestiones políticas y sociales.


Poder, conocimiento y clasificación 


El concepto de «poder/saber» de Michel Foucault ilustra cómo el control sobre lo que se puede decir es inseparable del control sobre lo que se puede saber. Los mandatos federales de eliminar ciertas palabras de nuestros catálogos no son meras preferencias lingüísticas, sino intentos de remodelar los límites del pensamiento pensable. 


Cuando ya no podemos utilizar «Monte Denali» o «Golfo de México» como encabezamientos de materia, no sólo estamos reetiquetando el conocimiento existente, sino que estamos restringiendo qué preguntas pueden formularse y qué conexiones pueden establecerse. El catálogo se convierte en lo que Foucault llamó un «aparato disciplinario», que entrena a los usuarios en formas de percibir la realidad aprobadas por el gobierno.


La violencia invisible de los metadatos


¿Por qué debería alguien ajeno a los servicios técnicos de las bibliotecas preocuparse por la política de los catálogos? ¿Qué importa si el Golfo de México pasa a llamarse «Golfo de América» en nuestros catálogos?


Importa porque la violencia de la clasificación no se limita a los registros de metadatos. 


El lenguaje utilizado en los sistemas de organización del conocimiento influye en la forma en que se accede a la información, se entiende y se utiliza en las sociedades de todo el mundo. Cuando los investigadores ya no pueden encontrar recursos sobre el «Golfo de México» porque ese término ha sido purgado, su investigación queda circunscrita por decreto político más que por curiosidad intelectual. Cuando los materiales históricos sobre el «monte Denali» se reclasifican en «monte McKinley», somos testigos de la reescritura de la historia en tiempo real a través de medios bibliográficos.   


La violencia no es meramente simbólica. Los cambios en el lenguaje de catalogación pueden afectar a la representación de los grupos marginados y a la facilidad con que se puede encontrar información sobre estas comunidades. Si futuros decretos federales sustituyen términos como «derechos reproductivos» por eufemismos políticamente motivados, los investigadores sanitarios ya no podrán localizar materiales de forma eficiente y la práctica clínica se resentirá. Si el trabajo de los climatólogos se hace más difícil de descubrir porque se ha ofuscado la terminología estándar, las respuestas políticas se retrasarán. Las decisiones de catalogación que se tomen hoy determinarán qué conocimientos seguirán siendo accesibles mañana.


Esto conecta con lo que la filósofa Miranda Fricker denomina «injusticia epistémica»: el daño causado a individuos y comunidades en su calidad de conocedores. Cuando el lenguaje que utilizan las comunidades para describir sus propias experiencias se excluye sistemáticamente de los sistemas de organización del conocimiento, deben traducir sus realidades a una terminología aprobada por el gobierno o corren el riesgo de quedar invisibles.  


No nos equivoquemos: lo que empieza como política de catalogación se convierte inevitablemente en control del pensamiento. Al controlar lo que se puede nombrar, las autoridades controlan lo que se puede conocer, enseñar, investigar y, en última instancia, imaginar como posible.


Más allá de la resistencia: Reimaginar la autoridad


La crisis actual nos obliga a enfrentarnos a cuestiones fundamentales sobre la autoridad en catalogación. Si las fuentes oficiales de vocabulario pueden convertirse en un arma contra la libertad intelectual, quizá el problema no sea sólo qué términos están autorizados, sino el propio concepto de autorización.


¿Qué aspecto tendría la catalogación si adoptara lo que Shannon Mattern denomina «infraestructura intelectual», es decir, sistemas diseñados no para imponer significados singulares, sino para facilitar múltiples interpretaciones? ¿Y si los registros de los catálogos funcionaran menos como pronunciamientos de autoridad y más como conversaciones entre diferentes formas de conocimiento?   


Las herramientas tecnológicas ya existen. La clasificación por facetas permite a los usuarios acercarse a la información desde múltiples puntos de entrada en lugar de seguir una jerarquía predeterminada. 


Los modelos de datos enlazados pueden representar explícitamente las relaciones entre las distintas convenciones de nomenclatura, preservando tanto la terminología obligatoria como el lenguaje preferido por la comunidad y haciendo visibles las relaciones de poder entre ellos. Los sistemas de etiquetado generados por los usuarios, cuando se aplican junto a vocabularios controlados, crean espacios en los que el conocimiento comunitario puede prosperar incluso cuando falla el lenguaje oficial.


Bibliotecas como la Biblioteca Xwi7xwa de la Universidad de Columbia Británica demuestran cómo los sistemas de clasificación alternativos pueden centrar las perspectivas indígenas en lugar de marginarlas. Su adaptación de la Clasificación Brian Deer muestra cómo la organización del conocimiento puede surgir de las comunidades a las que sirve en lugar de ser impuesta desde arriba. Del mismo modo, el vocabulario internacional de datos enlazados Homosaurus proporciona un modelo de cómo las terminologías desarrolladas por la comunidad pueden coexistir con los sistemas institucionales, ofreciendo vías de descubrimiento que el LCSH por sí solo no puede proporcionar.   


Proyectos de humanidades digitales como el Early Caribbean Digital Archive aplican una catalogación reparadora, abordando explícitamente los supuestos colonialistas incrustados en los metadatos tradicionales mediante la incorporación de perspectivas marginadas y terminologías impugnadas. Estos ejemplos demuestran que el obstáculo no es técnico, sino conceptual: seguimos atados a una ideología profesional que equipara la normalización con el acceso, incluso cuando la normalización impide activamente el acceso a determinados tipos de conocimiento.


Esto no significa abandonar la organización o abrazar el caos. Significa volver a concebir la autoridad como algo que surge de las comunidades en lugar de imponérseles. Significa sistemas de clasificación que reconocen su situación en lugar de pretender la universalidad. Significa catálogos que conservan la historia de los cambios terminológicos en lugar de implementarlos silenciosamente.


En la práctica, esto podría adoptar la forma de catálogos de varios niveles en los que la terminología impuesta por el gobierno coexista con el lenguaje preferido por la comunidad, con vías transparentes entre ellos. Podría implicar la documentación explícita de los cambios terminológicos en los propios registros del catálogo, convirtiendo los metadatos en un lugar de compromiso crítico en lugar de aceptación pasiva. Podría significar el desarrollo de enfoques consorciados en los que las bibliotecas implementen colectivamente puntos de acceso alternativos cuando la terminología oficial se vea comprometida. 



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Guest Post — Classification as Colonization: The Hidden Politics of Library Catalogs


By Mike Olson


Mar 25, 2025


Editor’s Note: Today’s post is by Mike Olson. Mike is is an Assistant Professor and Cataloging & Discovery Librarian at Murphy Library, University of Wisconsin-La Crosse. His research focuses on the intersection of information systems and social critique.

Library catalogs have always been battlegrounds where content is not merely described but debated. President Trump’s January 20, 2025, Executive Order 14172 directing the renaming of longstanding geographical designations “Mount Denali” and “Gulf of Mexico” to the politically loaded “Mount McKinley” and “Gulf of America” reveal the naked truth of what cataloging has always been: a battlefield where meaning is contested and conquered.

The Word as Weapon and Shield

What makes cataloging such a potent political instrument is not just its ability to name, but its power to make those naming decisions appear neutral and inevitable. Former American Library Association President Emily Drabinski has argued that catalogs don’t merely contain bias — they systematically disguise that bias behind a facade of technical objectivity.  

Let’s not kid ourselves. When the Library of Congress spent decades using “Illegal aliens” as an authorized subject heading — despite overwhelming evidence of its pejorative nature — it was exercising power, not objectivity. Librarian Sanford Berman recognized this in 1971 when he published Prejudices and Antipathies: A Tract on the LC Subject Heads Concerning People, documenting how LC headings perpetuated racism, sexism, and xenophobia under the veneer of neutrality.

Now we face a new chapter where language is being weaponized with explicit intent to erase and control. The Trump Administration’s Executive Orders are part of a broader trend of restrictions on diversity, equity, and inclusion (DEI) efforts in higher education. These directives are not isolated incidents but reflect a concerted effort to reshape the landscape of American universities. They are part of a broader assault on language that threatens the very foundation of library work. When we can’t speak of certain realities, how do we catalog materials about them? And how will patrons find resources that are not discoverable through keyword searches for now-forbidden terms?  

Celeste West and the Revolting Librarians would recognize this moment. In 1972, they exposed how professional “neutrality” served as a shield for complicity with oppressive systems. Their spiritual descendants today face stark choices: comply with linguistic authoritarianism or risk their livelihoods defending intellectual freedom.

Today’s overt politicization strips away that veneer, confirming what critical catalogers have long maintained: neutrality in classification simply doesn’t exist.  

Bigotry Built Into the System

The uncomfortable truth is that cataloging has always been weaponized against marginalized communities. Consider Melvil Dewey — whose decimal classification system organizes libraries in 135 countries worldwide. His system relegates women’s issues to domestic subcategories, while centering the experiences of White Christian men as universal. When “women’s health” becomes a minor subdivision and “health” means men’s health by default, classification performs exactly as its creator intended: marginalizing some voices while naturalizing others.

The racism in Dewey’s system wasn’t accidental either. His classification placed materials about non-White cultures in ghettoized sections that implied their inferiority to Western civilization. Indigenous knowledge systems were buried under “folklore” while European philosophy received primary classification status.  

These weren’t neutral technical decisions — they were expressions of Dewey’s worldview, one that saw White Christian masculinity as the organizing principle of knowledge itself. When today’s directives mandate language changes that center American exceptionalism and erase diverse perspectives, they’re not departing from library tradition. They’re honoring it.

As recently as 1989, the Dewey Decimal Classification still classed “Homosexuality” under Social Problems, often alongside “Prostitution” and “Obscenity.” Radical catalogers fought for decades to remove such headings, often facing resistance from traditional cataloging professionals who cited standards preservation, historical continuity, and technical neutrality as reasons to maintain the status quo. 

Ironically, we now see similar justifications from some of these same professionals when defending the implementation of new politically-charged nationalist terminology mandates. The difference is that while previous classification choices pretended to be objective technical decisions, today’s explicitly political directives have stripped away this facade of neutrality.

This shift exposes what critical catalogers have argued for generations: subject headings have never been neutral technical metadata but have always functioned as political statements about what deserves recognition and how knowledge should be organized. The new directives don’t introduce politics into cataloging — they merely make visible the politics that were always there. 

LCSH: A Legacy of Problematic Representation

The Library of Congress Subject Headings (LCSH) system provides a prime example of these embedded politics. Despite being the most widely used subject classification system in the world, LCSH continues to perpetuate marginalization through its controlled vocabulary. While claiming to be a neutral knowledge organization tool, it systematically under-represents the experiences and terminology of marginalized communities, preserves outdated and sometimes offensive language, and structures knowledge in ways that center dominant perspectives. Even after decades of critique and reform efforts, LCSH remains a system where certain voices and experiences receive detailed classification, while others are flattened into broad, often problematic categories — revealing how institutional power shapes what information is easily discoverable and how communities are represented in our knowledge systems.

Consider how LCSH still employs “Sexual minorities” as a collective term for LGBTQ+ people — phrasing widely considered strange and outdated. The system conflates sex and gender in many headings, using “Sex” interchangeably for both “Gender (Sex)” and “Sex (Gender),” reflecting an institutional failure to acknowledge distinct concepts. 

The gap between LCSH’s representation and contemporary terminology is stark. Rachel K. Fischer’s researchshows that LCSH and Library of Congress Demographic Group Terms (LCDGT) overlap with only about 25% of LGBTQ+ identity terms found in the Homosaurus, a specialized LGBTQ+ vocabulary. This means that three-quarters of the language LGBTQ+ communities use to describe themselves remains unrecognized in our primary national cataloging system.

Progress remains glacial. While some changes have occurred — “illegal aliens” was eventually replaced with “noncitizens” — many problematic headings persist, including “Indians of North America.” This isn’t merely a question of semantic preference; these terminology choices actively obstruct information access for users searching with contemporary language and perpetuate outdated conceptions of marginalized communities.

Hope Olson‘s The Power to Name: Locating the Limits of Subject Representation in Libraries, published in 2002, exposes how mainstream classification systems marginalize materials about women, people of color, and other non-dominant groups through structural biases in category formation. The current federal directives merely make explicit what Olson proved was always implicit: classification can oppress.  

The Fractured Catalog

The catalog itself has become schismatic, split between its function as an instrument of state power and its aspiration to facilitate democratic access to knowledge. This duality creates tension within the catalog system. On one hand, it must adhere to standardized classification methods that often reflect societal biases. On the other hand, it strives to be an inclusive repository of knowledge that represents all viewpoints. This split nature of the catalog highlights the ongoing challenge in library science: balancing the need for organization and standardization with the goal of equitable representation and access to diverse knowledge.

When catalogers implement politically motivated terminology changes, they become unwilling performers in a linguistic ritual that normalizes certain worldviews while erasing others. But there’s potential for subversion within these systems. Just as Judith Butler identifies how drag performances can expose the constructedness of gender norms, catalogers might employ what we could call “bibliographic drag” — implementing mandated terminology changes in ways that highlight rather than hide their artificiality.

Imagine catalog records where the new term “Gulf of America” appears with additional subject headings like “Geographical names–Political aspects–United States” or “Executive orders–United States–2025” revealing its recent provenance and political motivation, turning what was meant as invisible infrastructure into visible commentary.

This strategy not only enhances discoverability but also turns catalog records into tools for critical engagement with political and social issues.

Power, Knowledge, and Classification 

Michel Foucault‘s concept of “power/knowledge” illuminates how control over what can be said is inseparable from control over what can be known. The federal mandates to purge certain words from our catalogs aren’t just linguistic preferences — they’re attempts to reshape the boundaries of thinkable thought.

When we can no longer use “Mount Denali” or “Gulf of Mexico” as subject headings, we’re not just relabeling existing knowledge; we’re restricting which questions can be asked and which connections can be made. The catalog becomes what Foucault called a “disciplinary apparatus,” training users in government-approved ways of perceiving reality. 

The Invisible Violence of Metadata

Why should anyone outside library technical services care about catalog politics? What does it matter if the Gulf of Mexico is renamed “Gulf of America” in our catalogs?

It matters because classification violence doesn’t stay confined to metadata records. The language used in knowledge organization systems wield power in shaping how information is accessed, understood, and utilized across societies around the world. When researchers can no longer find resources on “Gulf of Mexico” because that term has been purged, their research becomes circumscribed by political decree rather than intellectual curiosity. When historical materials about “Mount Denali” are reclassified under “Mount McKinley,” we witness the real-time rewriting of history through bibliographic means. 

The violence isn’t merely symbolic. Changes in cataloging language can affect how marginalized groups are represented and how easily information about these communities can be found. If future federal decrees replace terms like “reproductive rights” with politically motivated euphemisms, healthcare researchers will no longer be able to efficiently locate materials and clinical practice will suffer. If climate scientists’ work becomes harder to discover because standard terminology has been obfuscated, policy responses will lag. Cataloging decisions made today determine what knowledge remains accessible tomorrow.

This connects to what philosopher Miranda Fricker terms “epistemic injustice” — the harm done to individuals and communities in their capacity as knowers. When the language communities use to describe their own experiences is systematically excluded from knowledge organization systems, they must translate their realities into government-approved terminology or risk invisibility.

Make no mistake: what begins as cataloging politics inevitably becomes thought control. By controlling what can be named, authorities control what can be known, taught, researched, and ultimately imagined as possible.

Beyond Resistance: Reimagining Authority

The current crisis forces us to confront fundamental questions about authority in cataloging. If official vocabulary sources can be weaponized against intellectual freedom, perhaps the problem isn’t just which terms are authorized but the concept of authorization itself. 

What might cataloging look like if it embraced what Shannon Mattern calls “intellectual infrastructure” — systems designed not to enforce singular meanings but to facilitate multiple interpretations? What if catalog records functioned less like pronouncements from authority and more like conversations among different ways of knowing?

The technological tools already exist. Faceted classification allows users to approach information from multiple entry points rather than following a predetermined hierarchy. Linked data models can explicitly represent relationships between different naming conventions, preserving both mandated terminology and community-preferred language while making the power relationships between them visible. User-generated tagging systems, when implemented alongside controlled vocabularies, create spaces where community knowledge can thrive even when official language fails. 

Libraries like the Xwi7xwa Library at the University of British Columbia demonstrate how alternative classification systems can center Indigenous perspectives rather than marginalizing them. Their adaptation of the Brian Deer Classification shows how knowledge organization can emerge from the communities it serves rather than being imposed from above. Similarly, the Homosaurus international linked data vocabulary provides a model for how community-developed terminologies can exist alongside institutional systems, offering pathways to discovery that LCSH alone cannot provide.

Digital humanities projects like the Early Caribbean Digital Archive implement reparative cataloging, explicitly addressing the colonialist assumptions embedded in traditional metadata by incorporating marginalized perspectives and contested terminologies. These examples show that the obstacle isn’t technical but conceptual — we remain bound to a professional ideology that equates standardization with access, even when standardization actively impedes access to certain kinds of knowledge. 

This doesn’t mean abandoning organization or embracing chaos. It means reconceiving authority as emerging from communities rather than being imposed upon them. It means classification systems that acknowledge their situatedness rather than pretending universality. It means catalogs that preserve the history of terminological changes rather than silently implementing them.

Practically, this could take the form of multi-layered catalogs where government-mandated terminology exists alongside community-preferred language, with transparent pathways between them. It might involve explicit documentation of terminological shifts within catalog records themselves, turning metadata into a site for critical engagement rather than passive acceptance. It could mean developing consortial approaches where libraries collectively implement alternative access points when official terminology becomes compromised. 

As we watch language and library catalogs transform under political pressure, we’re experiencing the logical conclusion of a cataloging philosophy that has always prioritized authority over pluralism and standardization over justice. The current crisis isn’t a departure from library tradition but its culmination—the moment when the violence always hidden within our classification systems becomes impossible to ignore.

If we take anything positive from this moment, perhaps it’s the opportunity to reimagine cataloging from the ground up. Not as a disciplinary apparatus that enforces authorized meanings, but as an emancipatory practice that connects users to information through multiple linguistic pathways. Not as a technology of control, but as an infrastructure of possibility.

The revolting librarians would accept nothing less. Neither should we.


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