03/05/2022
La mercantilización aqueja a una multiplicidad de instituciones en todo el mundo y, en particular a los sistemas universitarios. En el de España, proliferan las universidades privadas con ánimo de lucro y las residencias estudiantiles planteadas como muy rentables negocios de potentes fondos de inversión. Y unas y otras son objeto a veces de millonarias operaciones de compra-venta. El aumento de los precios públicos en algunas comunidades autónomas, a raíz de la reforma legal de 2012, también fue y aún es un factor de mercantilización del sistema.
Pero la mercantilización ha conseguido asimismo hacerse unos cuantos huecos en el seno de nuestras universidades públicas y a ello nos referimos en lo que sigue de esta entrada, sin perjuicio de que algunas de las hipótesis explicativas de este fenómeno puedan ser útiles para entender las causas de la mercantilización del sistema en su conjunto.
Cosas que pasan que no deberían pasar
Los medios de comunicación se hacen eco, de vez en cuando, de prácticas anómalas en algunas universidades públicas españolas o en relación con ellas: plagios, aprobados y títulos otorgados en condiciones dudosas, cursos de pseudociencias, uso indebido de nombres y denominaciones universitarias, complementos retributivos no justificados, fondos de procedencia pública asignados a fines privados o profesores a tiempo completo que trabajan como directivos en empresas privadas a las que, además, hacen pedidos sustanciosos con cargo a fondos de proyectos subvencionados, así como otras transgresiones del régimen de incompatibilidades.
Asimismo, las auditorías públicas han puesto de manifiesto en no pocas ocasiones prácticas irregulares en instituciones que podemos denominar parauniversitarias, es decir, pertenecientes a una universidad pública, pero con personalidad jurídica propia.
Se trata sin duda de actividades inapropiadas, reprobables y en ciertos casos, sin entrar en su calificación jurídica, graves y susceptibles de sanciones académicas y administrativas. Epifenómenos de procesos de mercantilización que aquejan a la mayoría de universidades de los países capitalistas.
Nuestras universidades públicas no son, desde luego, focos de corrupción. Generalmente no pasa de ser una reducida minoría el personal involucrado en prácticas como las mencionadas, pero estas son preocupantes, tanto por sí mismas y sus consecuencias como por las escasas o inexistentes reacciones que suscitan en las instituciones en que tienen lugar y en el conjunto del sistema universitario público.
Cuando hace unos cinco años estallaron diversos escándalos en torno a una universidad pública de la Comunidad de Madrid, las otras universidades decidieron básicamente mirar hacia otro lado, invocando a veces, para justificar esta actitud, la autonomía universitaria, como si lo que ocurre en una universidad pública no concerniera a las otras.
Tal parece que la comunidad universitaria, que muy mayoritariamente no practica actividades irregulares y no las aprueba, se haya habituado a convivir con ellas como si irremediablemente formaran parte del paisaje.
Esta resignación creemos que solo puede explicarse a partir del análisis del ambiente intelectual y cultural en que se produce.
¿Cuándo y cómo empezó todo esto?
La clave para responder a esta pregunta se encuentra en los primeros años 80, en la Ley de Reforma Universitaria (LRU) y el ambiente económico, social y moral de los años en que esta se aprueba y se implanta.
Muerto Franco en 1975 y aprobada la Constitución en 1978, la universidad tuvo que esperar hasta 1983 su LRU. Cuando esta entró en vigor, las universidades se encontraban en general en situaciones académicas, económicas y patrimoniales lamentables. Las retribuciones de su personal eran insatisfactorias o irrisorias, muy por debajo de las de otros sectores de la Administración.
El crucial artículo 11 de la LRU vino entonces como agua de mayo al abrir la posibilidad de desarrollar actividades generadoras de ingresos para la institución y su personal docente e investigador (PDI) y de crear entidades para gestionarlas: “Los Departamentos y los Institutos Universitarios, y su profesorado a través de los mismos, podrán contratar con entidades públicas o privadas, o con personas físicas, la realización de trabajos de carácter científico, técnico o artístico, así como el desarrollo de cursos de especialización”.
Son años de auge del neoliberalismo, con Thatcher y Reagan al frente de sus gobiernos, asesorados por Milton Friedman, elevado a los altares de la ciencia económica. Son años en que los Chicago Boys actúan a sus anchas en Chile, bajo la capa protectora de Pinochet. En 1985 Felipe González aprendió de Deng Xiaoping que lo que importa de un gato es que cace ratones, pero no que sea blanco o negro.
Se va imponiendo en España la cultura del pelotazo. “España es el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de Europa y quizá del mundo”, proclama el ministro Solchaga en 1988 en una reunión de más de mil empresarios, que le ovacionan entusiasmados. El mismo Solchaga al que se suele atribuir el eslogan “la mejor política industrial es la que no existe” que hizo fortuna por aquel entonces, en la línea de “el Gobierno es el problema”, de Ronald Reagan.
Así pues, procuremos que las regulaciones se limiten a las inevitables y usemos la imaginación para flexibilizar en lo posible los condicionamientos que nos impongan.
En este contexto y al amparo, en parte implícito, de la LRU, las universidades ponen en marcha órganos y mecanismos para fomentar los contratos y los cursos de especialización y regulan la afectación de los ingresos obtenidos. Algunas, en su afán por incentivar al PDI para que impulse estas nuevas actividades, retienen para la propia universidad apenas lo necesario, o incluso menos de lo necesario, para que esta se resarza de los costes generados por el desarrollo del contrato o la realización del curso.
Al abrirse estas oportunidades, y como quizás hubiera predicho Adam Smith, aparece un PDI de nuevo tipo: emprendedor, empresario, generador de ingresos, muy valorado por su universidad (nos consta que en alguna es conocido coloquialmente como PDI pata negra) y con considerable influencia en sus políticas, pese a que, como hemos apuntado, la universidad no suele beneficiarse significativamente de los ingresos generados.
Poderoso caballero
Se estableció, pues, una nueva relación de las universidades con el dinero, que tendría consecuencias nada triviales. No en vano Robert Hutchins, que fue presidente y canciller de la Universidad de Chicago, ya había detectado “el amor al dinero en el fondo de la desintegración de la universidad estadounidense”, como escribió en La universidad de Utopía, en 1953.
No se trata de cantidades menores. Una gran universidad pública puede facturar cada año millones de euros en contratos y cursos de especialización, lo que deriva en ingresos adicionales significativos para algunos miembros del PDI.
El PDI permanente a tiempo completo de nuestras universidades públicas percibe ahora salarios razonables, hasta el punto de que hace décadas que no se ha planteado ninguna reivindicación sindical relevante al respecto. No obstante, a diferencia de lo que ocurre en otras administraciones públicas o en universidades de algunos otros países, el PDI puede devengar retribuciones por su participación en contratos y cursos durante su jornada laboral, por la que ya percibe el salario que le corresponde como personal funcionario o contratado.
Los emolumentos adicionales derivados de los contratos pueden alcanzar, en cómputo anual, el 150 % del salario máximo posible de un miembro del PDI de una universidad pública. El valor de estas retribuciones adicionales, aunque no ha sido interpretado de un mismo modo en todas las universidades y comunidades autónomas es, según nuestros cálculos, superior a 160.000 €/año.
Por añadidura, el PDI que, junto a otros méritos, acredite una actividad suficiente en el marco de contratos con entidades externas puede, desde 2018, solicitar un complemento retributivo consolidado en concepto de “sexenio de transferencia”.
Las disposiciones del artículo 11 de la LRU se recogieron y ampliaron en los artículos 83 y 84 de la vigente LOU (Ley Orgánica de Universidades) donde se explicita que la celebración de contratos para la realización de trabajos o cursos se podrá efectuar también a través de “los órganos, centros, fundaciones o estructuras organizativas similares de la Universidad” y que las universidades “podrán crear empresas, fundaciones u otras personas jurídicas”. Asimismo, el artículo 83 prevé excedencias temporales de hasta cinco años, con reserva de plaza, para el profesorado permanente que se incorpore a una empresa de base tecnológica relacionada con proyectos de investigación en que haya participado.
Las personas que, movidas por estos incentivos, dan preferencia en su actividad universitaria a la transferencia o a organizar o impartir enseñanzas no regladas, no solo tienen todo el derecho a hacerlo, sino que contribuyen al logro de los objetivos de política universitaria que inspiran la legislación vigente. Pero se pueden objetar, por sus posibles consecuencias negativas, los objetivos, la política y los mecanismos para implantarla. Y, más allá, se debe plantear si la transferencia ha de ser la actividad más incentivada y que proporcione más dividendos y más reconocimiento que la investigación y la docencia.
Esta ya no nueva relación de las universidades con el dinero y los mercados presenta tres aspectos que merecen comentarios específicos: los contratos, los cursos y las entidades parauniversitarias.
La transferencia, ¿tercera misión?
Según la vigente LOU (artículo 1-1) “La Universidad realiza el servicio público de la educación superior mediante la investigación, la docencia y el estudio” (en la LRU el orden era distinto “la docencia, el estudio y la investigación”). En todo caso, en ninguno de estos enunciados, que vienen a ser el frontispicio de las leyes respectivas, se menciona la transferencia como una de las actividades necesarias para que las universidades cumplan su función de realizar el servicio público de la educación superior.
Ello no ha sido óbice, sin embargo, para que se haya otorgado cada vez mayor importancia a la denominada transferencia, hasta el punto de que se ha hecho lugar común referirse a ella como la tercera misión de la universidad. Y hasta el punto de que el artículo 1 de los borradores de la LOSU que circularon en 2021 incluía, junto a las actividades de docencia e investigación, las de “transferencia del conocimiento e innovación”, a la vez que desaparecía la referencia al servicio público de la educación superior.
A partir de la LRU, las universidades crearon sus OTRIs (Oficinas de Transferencia de los Resultados de la Investigación), llamadas así pese a que nada en la ley ni en la práctica obliga a que los contratos se refieran a los resultados de la investigación y, de hecho, con frecuencia atañen a asesorías, ensayos en laboratorios especializados, uso de software, proyectos de artefactos o de edificios y otros servicios.
No obstante, en los años 80 y 90 hubo alguna universidad que medía en pesetas el volumen de su actividad investigadora (en realidad se sumaban peras con manzanas: subvenciones a proyectos de investigación de planes nacionales e internacionales competitivos, con ingresos por contratos; es decir, se daba implícitamente por hecho que las actividades llevadas a cabo en el marco de los contratos eran actividades de investigación).
En este marco, se generan a veces relaciones estables exclusivas de grupos de investigación con entidades privadas, hasta el punto de que hay grupos que vienen a ser una especie de departamento de I+D+i, o de D+i, de determinadas empresas. Por otra parte, el hecho de que los costes fijos de personal y equipamiento estén cubiertos por el presupuesto de la universidad permite, desde el punto de vista estrictamente económico, que los precios facturados por los servicios se fijen sobre la base de los costes variables, lo que ha originado suspicacias en algunos consejos sociales, en particular cuando la oferta de servicios de un grupo universitario competía con la de empresas vinculadas a miembros del Consejo.
Visto el fervor ideológico, normativo y organizativo por la transferencia, parece que debería tenerse en cuenta que la universidad no es una navaja suiza (multiusos)[1] y que la innovación correspondiente a la i minúscula de I+D+i se materializa en productos y procesos productivos, que se obtienen y se llevan a cabo fuera de la universidad. Y considerar atentamente las reflexiones que al respecto publicó[2] Bruegel (un laboratorio de ideas especializado en economía y vinculado a la UE):
“Si por ser emprendedoras se quiere decir que las universidades deben estar en sintonía con su entorno, tanto social como económico, y reactivas a él, entonces estamos de acuerdo. Pero si eso significa que las universidades deberían convertirse en agentes muy activos en el mercado de la ‘innovación’ y que deberían esforzarse por obtener una cantidad significativa de financiación por esta vía, entonces somos más reacios. Puede haber instituciones mejor diseñadas para esto, por ejemplo, centros tecnológicos y parques tecnológicos ubicados cerca de las universidades (incluso con la participación de estas últimas en su gestión). Recaudar dinero a través de actividades empresariales directas puede resultar tentador (gran parte del equipo y los recursos humanos necesarios ya están disponibles y, tal vez, se han pagado), pero es fácil que la importancia cuantitativa de estos fondos sea sobreestimada. La universidad tiene una misión central que no es empresarial. Es la educación y la investigación lo que solo las universidades y los centros de investigación pueden lograr: lo que ahora se denomina comúnmente ‘investigación de frontera’. La investigación universitaria está fuertemente subvencionada porque es, o debería ser, de una variedad de alto riesgo a largo plazo que no podría desarrollarse en el mercado”.
¿Cuántos másteres tienes?
En los mismos años de la LRU aparecen personajes públicos con títulos de máster de prestigiosas, o no, universidades estadounidenses. En España existían los MBA, pero se situaban en un ámbito distinto del de los títulos universitarios. Mas a partir de aquellos momentos se empezó a extender la idea de que, si quienes eran alguien tenían un máster, nadie eras si no lo tenías, lo que generó una demanda de formación y de títulos y puso en marcha la conocida mano invisible que dirige los mercados.
En este caso, a través de entidades parauniversitarias o meramente privadas, que actuaban por cuenta propia o en colaboración con las parauniversitarias. Todo ello en ausencia de regulación relativa al uso de la denominación “máster”, a los contenidos y procesos de evaluación de los correspondientes programas de estudios y a sus precios.
Ello dio lugar a títulos de máster, no oficiales, de lo más variopinto en cuanto a duración, calidad, precio y características de las instalaciones y del profesorado. Hubo másteres de ofimática impartidos en algún piso del ensanche barcelonés; hubo y ha habido hasta hace muy poco másteres de homeopatía amparados por universidades. Todo esto ha movido y sigue moviendo mucho dinero y ha generado muchos intereses creados.
En la última reforma estructural del sistema de títulos universitarios oficiales se dio en llamar máster al segundo de los tres ciclos (grado, máster, doctorado). Y aunque la ley prevé que no se puedan utilizar denominaciones coincidentes con las que establece la propia ley o que puedan inducir a confusión con ellas, lo cierto es que el término máster se sigue utilizando sin cortapisas, por lo cual se ha tenido que añadir el adjetivo “universitario” a los másteres oficiales, para distinguirlos de los que no lo son.
Por consiguiente, las universidades ofrecen títulos oficiales de máster (másteres universitarios) y suelen ofrecer, normalmente a través de entidades parauniversitarias, o al alimón con entidades privadas, títulos propios de máster (que no son másteres universitarios).
También puede darse el caso de que un máster no universitario de una institución privada no universitaria obtenga algún tipo de reconocimiento por parte de una universidad pública, posiblemente a través de alguna fundación o instituto parauniversitario (que no debe confundirse con un instituto universitario de investigación). Estas titulaciones conviven con los llamados másteres, no oficiales, previos a la reforma del sistema de títulos.
Además, junto a los másteres de todas clases existe una amplia oferta de programas con denominaciones diversas, tales como diplomas de posgrado, de especialización o de experto.
Coronas parauniversitarias
Las universidades suelen estar rodeadas de una corona de entidades parauniversitarias que impulsan y gestionan actividades docentes o de transferencia. Tales entidades no están sujetas a las normas que regulan las universidades públicas y se sitúan muchas veces en el ámbito del derecho privado, por lo que su control por parte de los órganos colegiados de la universidad es problemático. Precisamente, el supuesto argumento con el que se pretende justificar su necesidad es la flexibilidad de la que gozarían frente a la rigidez que sería propia de lo público.
Dichas entidades dependen de la universidad, pero su estructura jurídica permite que en sus órganos de dirección (el patronato de una fundación, por ejemplo) estén presentes otros intereses, generalmente de grandes empresas privadas. Por su parte, pueden crear otras entidades que dependen de ellas (y, claro está, cada vez más indirectamente, de la universidad correspondiente) o establecer convenios con centros de formación privados, para dar una pátina de prestigio a las actividades de formación de estos últimos.
Es cierto que en el seno de estas instituciones hay más grados de libertad que en la universidad misma. Por ejemplo, en cuanto a la contratación y a las retribuciones de su personal o del profesorado que imparte la docencia, en su caso. Aunque dependen de una universidad y tal vez el nombre de dicha universidad figure o se sugiera en su propio nombre, no forman parte de la universidad propietaria, lo que hace posible que impartan cursos incluso sin intervención alguna del profesorado universitario.
Hay entidades parauniversitarias con un volumen de facturación considerable, que puede ser de varios millones de euros, y del que no siempre se beneficia significativamente la universidad.
Todo ello ha dado pie a que algunas hayan ido adquiriendo una dinámica propia, en cuanto a objetivos y procedimientos. Un estilo propio que puede llegar a ser bastante distinto del que se supone como típicamente universitario.
Así, hace unos años se publicó que unos profesores habían gastado, entre 2009 y 2014, a través de una fundación de su universidad pública, unos 800.000 € en viajes, restaurantes y en otros conceptos, sin aparente relación alguna con la actividad académica. Y que la misma fundación había incurrido en gastos inmódicos, que incluían el alquiler de un velero para celebrar en él fiestas de inicio y de final de curso para el personal. Lo más aleccionador de las noticias al respecto era, por una parte, que la máxima responsable ejecutiva de la fundación justificaba el alquiler de la embarcación porque ella sabía cómo gestionar el personal de una empresa como la que dirigía, tan distinta de la universidad. Y, por otra, que la universidad tomó medidas significativas para enderezar el rumbo de aquella entidad parauniversitaria.
¿Quién puede poner un cascabel a este gato?
Cuando un gobierno se disponga a proponer una ley que mejore el sistema público universitario deberá abordar las cuestiones que hemos comentado: funciones de la universidad, regulación del contenido de los contratos y de la asignación de los correspondientes ingresos, enseñanzas no oficiales, creación y control de las entidades parauniversitarias, transparencia.
Claro está que una cosa es promulgar leyes y otra, hacer que se cumplan. Y una tercera, ganar batallas relativas a culturas y comportamientos arraigados en las instituciones. No es fácil ni rápido, pero no es imposible si concurren administraciones públicas, consejos sociales, rectorados y organizaciones estudiantiles y del personal universitario.
Al fin y al cabo, solo se trata de que las universidades se centren en los objetivos que les son propios y de que el público tenga garantías de que no le dan gato por liebre.
[1] Rivero Ortega, R. (2021) El futuro de la Universidad. Ediciones Uiversidad de Salamanca.
[2] Aghion, P., Dewatripont, M., Hoxby, C., Mas-Colell, A., Sapir, A. (2008) Higher aspirations: An agenda for reforming European universities. Bruegel.
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