Publicado en La Jornada
https://www.jornada.com.mx/2021/09/07/opinion/020a2pol
La corrupción de la ciencia en México
Tres son los principales mitos que engalanan el cientificismo. El
primero atañe a la fetichización de la ciencia. Siempre se tiende a
hablar de La Ciencia (con mayúsculas) elevada a una suerte de entidad
suprema, en vez de reconocer las diferentes modalidades del quehacer
científico, cada una de las cuales persigue fines diferentes y hasta
antagónicos. No hay una, hay muchas ciencias. Este fetiche se ve
acompañado, segundo mito, por la falsa idea de que toda actividad
científica es automáticamente benéfica, moralmente buena e ideológica y
políticamente neutra. El tercer mito lo ha descrito con precisión Jorge
Reichmann: El conocimiento científico es un gran bien. Pero, ¿cómo
pueden tantos investigadores caer en la ingenuidad cientificista de
creer que simplemente incrementar el conocimiento conducirá a la mejora
de la condición humana? El progreso científico no implica necesariamente
progreso humano
. En México lo anterior ha quedado demostrado. La
curva del presupuesto en ciencia y tecnología desde la fundación del
Conacyt en 1971 ha sido ascendente, y sin embargo la pérdida de
bienestar de los mexicanos y el deterioro de su entono natural y
ambiental se incrementó de forma dramática. La exigencia de más
presupuesto como acto automáticamente virtuoso es entonces un argumento
falaz.
Para el caso de México, ya en un ensayo anterior mostramos cómo la orientación, los enfoques e incluso los marcos teóricos y metodológicos de muchas áreas de la investigación estaban marcados por los intereses del capital. Ello se ponía de manifiesto en la agronomía, la hidráulica, la biomedicina, la química, la biotecnología, la ecología y el estudio de la biodiversidad (https://acortar.link/0k7YL6).
La atmósfera general de mercantilización que prevaleció durante el
periodo neoliberal en México, vino a agregar un cuarto factor al
imaginario cientificista que facilitó la corrupción. Muchos
investigadores compraron la idea, al calor de lo que sucedía en toda la
sociedad, de convertirse en investigadores para la innovación
no
social sino mercantil. Ya antes los discursos oficiales habían
introducido la idea de la innovación, y este nuevo atributo sin
excepción se entendió como contribuciones a las empresas privadas
nacionales e internacionales. De ahí la absurda idea de medir los
avances por el número de patentes. Como lo hicieron los políticos que se
creyeron empresarios (y viceversa), muchos colegas se convirtieron en
científicos emprendedores con cabezas de Darwin, cuerpos de Rockefeller y garras de Bill Gates
(A. Barreda, 2021). De ahí proliferaron las empresas de biotecnología,
las consultoras ambientalistas o biomédicas, las firmas dedicadas a la
asesoría agroindustrial, informática o química. Sin ningún escrúpulo los
principales ecólogos del país se dedicaron a lavar la imagen de las
mayores empresas contaminadoras y ecocidas, y los biotecnólogos se
coinvirtieron en accionistas de las corporaciones. De manera normal, los
subsidios, premios, becas y apoyos fluyeron desde las corporaciones
hacia los centros de investigación biológica, ecológica, biotecnológica,
agronómica, biomédica y química.
En suma, la mercantilización que alcanzó todos los ámbitos de la vida social del país llegó también a la ciencia y volvió normales
un conjunto de actitudes, valores y prácticas carentes de ética. Hoy
requerimos, con urgencia, del rescate y reimpulso de una ciencia y
tecnología con vocación de servicio, y esto implica la presencia de
investigadores críticos con conciencia social y ambiental.
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