Publicado en Elementos (2024), 133, 55-60
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Antes de Amazon. Industria editorial y mutaciones culturales
Por Raúl Marcó del Pont Lalli
El mundo de la producción editorial fue considerado, hasta hace unas tres décadas, un ámbito insensible a los cambios del entorno, un perímetro inmutable, aferrado a prácticas arcanas y seguridades inalterables. Y sus transformaciones relevantes, de largo aliento, han tenido lugar, se creía, casi exclusivamente en dos momentos notables: en el distante pasado gutenberiano y en el inefable presente dominado por Amazon. Entre ambos sobrevivió una industria fosilizada, que aburrida, hacía una y otra vez lo mismo. Tendríamos que esperar a la llegada de Jeff Bezos para que saliera del coma auto propinado.
Sin embargo, la historia, en ningún caso, es tan plana, unilineal y sin matices. Para intentar contrarrestar esta mirada que fosiliza la producción editorial, veamos algunos ejemplos, tomados de diferentes momentos, unos lejanos en el tiempo, otros no tanto, que nos hablan de un conjunto de personas, prácticas e intereses constantemente preocupados por encontrar nuevos derroteros para una práctica centenaria. La diversidad de aspectos, desde la organización laboral hasta los modelos de mercadotecnia, muestran al campo editorial como uno obsesionado por lo nuevo, que tomó decisiones que dieron lugar a prácticas atinadas, muchas de las cuales siguen siéndolo aún hoy.
El outsourcing antes del neoliberalismo
La editorial fue una de las primeras industrias que hizo un esfuerzo consistente y exitoso por racionalizar y estandarizar la producción masiva desde su origen. Solo durante el brevísimo periodo de los incunables, esa maravillosa etapa que corre entre el año de 1453, cuando oficialmente se inventa la imprenta, y el día antes de la Pascua de 1501, las novísimas prensas inventadas por Gutenberg produjeron unos veinte millones de ejemplares resultado de las treinta y cinco mil ediciones de unos quince mil textos diferentes que han llegado hasta nuestros días. Tal hazaña no podría haberse logrado con una industria timorata sino como resultado de un esfuerzo que solo puede caracterizarse de moderno, como no dudan en hacerlo Febvre y Martin en La aparición del libro (2005, p. 289).
La industria editorial desde sus inicios revolucionó muchos aspectos, y el laboral no resultó ser la excepción. Fue de las primeras en incorporar como parte de sus procesos el trabajo por hora, algo que tendría que esperar hasta el siglo XVII para convertirse en un modo regular de compensar el esfuerzo de los trabajadores de otras ramas industriales (Striphas, 2011, p. 7; Febvre y Martin, 2011, pp. 143-153). La terciarización de las múltiples tareas que convoca la labor editora será una marca de nacimiento profunda, tanto que perdura hasta hoy, y durante las últimas décadas ha servido como arquetipo para la erosión sistemática del trabajo modelado bajo el predominio del Estado benefactor que le ha cedido el paso al trabajo precario del neoliberalismo globalizador (Menger, 2009; Hesmondhalgh y Baker, 2011).
Los talleres de impresión del siglo XV “parecían más talleres modernos que fábricas medievales”, nos dicen Febvre y Martin, y lograron perfeccionar los procedimientos técnicos que volvieran más sencillo y veloz el trabajo de las prensas como “respuesta a la necesidad de producir cada día más libros y a menor precio [lo que] llevaba a los impresores a hacer más racionales sus métodos de producción” (2011, p. 143). Y como parte de esta racionalización se adoptó un modelo laboral terciarizado, diríamos ahora, que le permitió a esta naciente industria un desarrollo llamativo, junto, por cierto, con “algunos de los primeros brotes de sindicatos y organizaciones sindicales” (Phillips y Bhaskar, 2020, p. 23).
La invención de la piratería
Otro fenómeno donde no podemos hablar de autismo editorial fue el relacionado con la aparición de la piratería, o para decirlo de forma más elegante, el papel activo de la imprenta en la 'reorganización radical de lo que hoy conocemos como propiedad intelectual' (Johns, 2009, p. 15).
Desde que la imprenta llegara a Inglaterra en 1471, la actividad de ese gremio estuvo, en buena medida, supervisada por la Company of Stationers, la Compañía de los libreros. Su misión principal era evitar la impresión de textos sediciosos y las conductas ilícitas (por entonces no se llamaban piratería), y fomentar la de escritos que contaban con licencia para su reproducción. Robo de pliegos, impresión de textos cuyo contenido no era el mismo que el autor había entregado a la prensa, y una buena cantidad de triquiñuelas para brincarse las normas eran asuntos frecuentes presentados al tribunal, que fijaba el código de conducta del gremio.
Un sistema de registro y la aplicación de medidas consuetudinarias, que se verificaban en la casa del impresor, el lugar donde se llevaban a cabo las tareas (de ahí lo de casa editorial) y que mantuvieron durante buen tiempo vivo el 'brío moral del comercio libresco al modo de una comunidad gremial viva perteneciente a una esfera cívica" (Johns, 2009, p. 27). Pero esta corporación se había comenzado a cuartear como resultado de una tendencia oligárquica de los libreros y el interés cada vez mayor de estos por distinguirse de los impresores, hasta volverse un sector distinto y jerárquicamente superior. A lo que se le debe agregar el conflicto en el que entraron los sistemas de registros y patentes, algo que se extendió poco después a la Europa continental.
Por entonces había varios ingredientes que convertían el cóctel editorial en una bomba de tiempo para el sistema establecido. El gremio de los libros se desentendía cada vez más de las normas que permitían mantener bajo control las opiniones; el entorno más amplio comenzaba a presenciar un aumento notable en la discusión de lo que se convertiría en la ‘esfera pública’, y se fortalecía la prensa popular, que nos recuerda el papel de las redes sociales durante la pasada elección norteamericana que le dio el triunfo a Trump: "sañudamente sectaria, violentamente parcial, implacablemente dedicada al plagio y a menudo disparatadamente crédula” (Johns, 2009, p. 30).
Frente a esto, la Corona creyó encontrar un camino para contener y aprovechar las nuevas disputas que “no eran ya las de la universidad, la corte y el palacio”. La arena donde se dirimió esto fue la de registros y patentes. Los impresores habían cedido preeminencia a los libreros, los propietarios de los ejemplares, como se llamaba a las entradas del registro de libros sajón, y que eran insaciables y fomentaban la mayor discordia posible porque eso vendía libros. La propuesta, entonces, era que se dejaran de lado los registros y se entregaran patentes a los caballeros ingleses que estaban alejados de las mundanales pasiones del gremio editorial, lo cual significaba un cambio radical en este sector.
La reacción de los libreros no se hizo esperar e inventaron una tradición (Howsbawn y Ranger, 1987), la autoría entendida como propiedad. Y la pusieron en el centro de la disputa. El historiador norteamericano Adrian Johns considera esta la formulación germinal de la idea de una propiedad literaria —de “un derecho absoluto generado por la autoría”, que podía fungir como columna vertebral de un “sistema moral y económico vinculado con las tareas propias de la imprenta”—. Desde luego, la idea no contaba con el respaldo de ningún precedente claro, y según el historiador norteamericano, sirvió para dar una vuelta de tuerca sorprendente, ya que "fue la noción de piratería la que vino a desencadenar la concepción de un principio de propiedad literaria ligado a la autoría y no al revés" (Johns, 2011, p. 39, cursivas nuestras). Se consagró el derecho natural de los autores a sus obras y se le otorgó mayor poder al principio sacrosanto de la propiedad y a la legitimidad política que conlleva.
Como resultado, o como continuación profundizada de un proceso con varios años a cuestas, el conocimiento se daba a conocer mediante una cascada de ‘apropiaciones en cadena’, muchas veces sin autorización, como nos lo ha contado detalladamente Robert Darnton en su trabajo sobre la Enciclopedia (Darnton, 2006). Y eso ayudó, entre otras muchas cosas, a que la Ilustración se propagara a lomo de una catarata de reimpresiones ‘ilegales’. Como sostiene Johns, “podríamos decir que sin piratería no habría habido Ilustración" (Johns, 2011, p. 53).
La Navidad editorial
Un alemán promedio posee hoy alrededor de diez mil objetos. En Gran Bretaña, en 2013, había unos seis mil millones de prendas de vestir, unas cien por adulto, y un cuarto de ellas nunca salían de sus cajones (Trentmann, 2017). Esta fiebre consumista, que nos ha vuelto seres voraces, compradores muchas veces descontrolados, es el resultado de un largo proceso. Hay quienes encuentran en la dinastía Ming (1368-1644) el referente más antiguo, con su obsesión por las copas laqueadas incrustadas de plata y sus peinados sostenidos por horquillas de bambú talladas. Otros creen hallarlo en la República Holandesa de la Época Dorada del siglo XVII, cuando incluso las doncellas contaban con pinturas en sus cuartos y la Gran Bretaña del XVIII, inundada por la avalancha de nuevos productos baratos: pipas, jabones, calcetines tejidos, tabaco, chocolate y café... (Trentman, 2012). Para que la sociedad del consumo florezca, como bien lo apunta Trentmann, las actitudes deben cambiar: "Los bienes no llegan solos. Tienen que ser invitados a pasar". Y eso fue lo que sucedió con los libros y la Navidad en el siglo XIX.
En ese momento los pequeños objetos impresos comenzaron a ocupar un lugar destacado en una de las tradiciones más importantes de Occidente, la Navidad. La incipiente fiebre consumista norteamericana encontró en los libros uno de los primeros y más adecuados objetos para regalar en esa fecha, el momento de intercambio familiar más importante de la modernidad. Stephen Nissenbaum, en The Battle for Christmas (1996) analiza la transformación de esta festividad, un periodo que, antes del siglo XIX, resultaba una especie de carnaval, un tiempo de consumo ilimitado de alcohol y de violencia gansteril, durante el cual se abandonaban las más elementales reglas de convivencia y urbanidad, una violencia festiva que parece encontrarse en las antípodas del moderno festejo decembrino. Como reacción a los efectos de esta subversión periódica del orden apareció un nuevo estilo de festejo a puertas cerradas, en la comunión familiar, que Nissenbaum coloca como parte de una larga historia de consumo cultural y de las prácticas vinculadas al cuidado de los niños, objeto de regalos en esta temporada. Y serían los libros los que jugarían un papel central en esta transformación: "Los editores y libreros eran las fuerzas de choque en la explotación y el desarrollo de un comercio navideño y los libros estaban a la vanguardia de una Navidad comercial" (Nissenbaum, 1997, p. 140).
Hacia la década de 1830 apareció en los EE. UU. un nuevo tipo de libro, el de regalo. Se trataba de antologías especiales, producidas en diferentes formatos, que incluían un ex libris (véase ilustración 3) para la personalización del objeto, pensados para entrar al mercado en el momento más álgido de las compras navideñas. Y estas características, diversidad de formatos y personalización, permitían algo que le resultaba imposible de lograr a otros productos generados en masa: su hechura estaba pensada para su recepción como muestra de intimidad y afecto en, al menos, dos formas. En primer lugar, quien entrega un regalo tenía que elegir entre muchas ediciones la que mejor se adaptara al destinatario. Y tomar la decisión adecuada no resultaba sencillo porque los editores inundaban el mercado con productos diversos destinados a diferentes conjuntos sociales. Y los ex libris le permitían a quien hacía el regalo volver aún más personal su selección, escribiendo una dedicatoria en unas páginas preimpresas que permitían colocar mensajes personalizados, “sugiriendo nuevamente unas fronteras desdibujadas entre la producción industrial en serie y los sentimientos personales”, y les proporcionaron a los libros un papel central en la transformación de la Navidad en un día de fiesta consumista (Striphas, 2011, pp. 7-8).
Esta descripción no nos debería sorprender. Febvre y Martin (2005, p. 290) destacan que nunca debemos perder de vista que “desde el principio los impresores y los libreros trabajaron con fines lucrativos”; como lo señala McLuhan, “desde el principio, la imprenta ha de resolver el problema de ‘lo que el público quiere’” (McLuhan, 1985, p. 246). O, para fijarlo con contundencia, como lo sostiene el bibliómano Michel Melot: “El libro nunca ha escapado al capitalismo, es hijo suyo. Era una iglesia. Se convirtió en un mercado. De uno al otro el clérigo ha cambiado" (Melot, 2007, p. 26).
El libro, su CURP y los inicios del supermercado
Una última pareja de ejemplos para ilustrar nuestro punto y combatir la idea del inmovilismo editorial, que debería ayudar a ahuyentar los fantasmas de una industria enmohecida que se mira perpetuamente el ombligo. Ahora nos referiremos a asuntos relativamente recientes, el ISBN y el código de barras, y cómo el comercio librero transformó su exhibición. Los libros no solo han formado parte del capitalismo de consumo, que prácticamente empezó con ellos, son parte del combustible que lo impulsa, y son la clave para comprender las formas de cambio y evolución de este capitalismo consumista en transformación.
Aunque su aplicación masiva es relativamente reciente, el ISBN tiene una historia que comienza, al menos, hace unos 60 años. En 1965, W. H. Smith & Son, la entonces mayor cadena inglesa de librerías, decidió pasar sus inventarios en papel a un registro en computadora. Las complicaciones empezaron al momento de decidir cuál de los múltiples criterios que sirven para identificar una obra se iba a tomar en consideración (autor, título, edición, casa editorial, tipo de encuadernación, fecha de edición, idioma, entre otros). Convertir en digitales los datos del viejo sistema analógico acarreaba múltiples problemas para un modelo que contaba con una limitada capacidad para el manejo de información y que se las veía mejor con los números. Ese fue el origen del Standard Book Number (SBN), predecesor del conocido ISBN (International Standard Book Number), algo así como el CURP de los libros, resultado de la necesidad de crear “una abstracción que permitiera la repetición sin fin de casos individuales… sin particularizar demasiado estos objetos” (Radway, 2011, p. 166). El modelo sería posteriormente copiado por la industria de la música, que había fallado hasta entonces en su búsqueda de una alternativa abstracta aplicable al vinilo, y también por la de los empresarios productores de dulces, entre las más destacadas.
Por otra parte, el aumento de la matrícula universitaria durante la posguerra condujo a las librerías norteamericanas a enfrentar la necesidad de encontrar mejores modelos de exposición y venta para un número constantemente creciente de volúmenes y lectores. Para ello tomaron una serie de decisiones que privilegiaron las ventas por volumen frente a consideraciones estéticas. Eso condujo a “la peculiar historia de las relaciones entre la venta de libros y la de alimentos” (Striphas, 2011, p. 58). Contra lo que hoy podríamos suponer, fueron las librerías las que le marcaron el camino a los supermercados, y no al contrario. ¿De qué manera? Con estanterías que no estaban detrás de los mostradores, con los productos dispuestos para ojearlos ocasionalmente y para lo que tiempo después se llamaría autoservicio. Es difícil imaginárselo hoy, pero cuando, por ejemplo, los productos alimenticios que se vendían en las tiendas no contaban con identificaciones o empaques claros, las portadas de los libros servían como protección y como gancho para atraer a los compradores. Frente a la idea establecida de que los libros deben ser tratados como objetos sacros, este nuevo modelo de comercialización puso en marcha una tríada formada por el volumen, la eficiencia y la comercialización, lo que pavimentó el camino para el moderno supermercado y la forma de comercialización masiva.
La labor editorial, nos dicen Angus y Bhaskar (2020, p. 24), suscitó, acompañó, empujó otros profundos cambios culturales, como la Reforma, la revolución científica, el modernismo o el comunismo. Por lo que no es casual que, Amazon mediante, este ladrillo de la civilización occidental, con más de 500 años a sus espaldas, sea, otra vez, la punta de lanza de una poderosa transformación.
Referencias
Darnton R (2006). El negocio de la Ilustración. México: Fondo de Cultura Económica.
Febvre H. y Martin H J (2005). La aparición del libro. México: Fondo de Cultura Económica.
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Melot M (2007). ¿Y cómo va “la muerte del libro”? Istor 31:7-26.
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Nissenbaum S (1997). The battle for Christmas. A Cultural History of America's Most Cherished Holiday. New York: Vintage Books.
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Radway J (1999). A Feeling for Books. The Book-of-the-Month Club, Literary Taste, and Middle-Class Desire. Chapel Hill: The University of North Carolina Press.
Striphas T (2011). The Late Age of Print. Everyday Book Culture from Consumerism to Control. New York: Columbia University Press.
Trentmann F (Ed.). (2012). Introduction. En The Oxford handbook of the History of Consumption (pp. 1-19). Oxford University Press.
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Before Amazon. Publishing Industry and Cultural Mutations
By Raúl Marcó del Pont Lalli
Traducción al inglés: María Elena Sánchez Salazar
Introduction
Until about decades ago, editorial production was considered an area insensitive to changes in the environment, an immutable perimeter, clinging to arcane practices and unalterable securities. Its relevant, long-winded transformations have taken place, it was believed, almost exclusively at two defining moments: the distant Gutenberian past and the ineffable present dominated by Amazon. Between both landmarks, a fossilized industry survived, which, boring, performed the same tasks over and over again. We had to wait until Jeff Bezos arrived to get this industry out of the self-imposed coma.
However, history is never straightforward, linear, and unnuanced. In an attempt to counter this view that fossilizes editorial production, let’s consider some examples, taken from different moments, some distant in time, others not so much, that describe a group of people, practices, and interests, constantly engaged in finding new paths for a centuries-old practice. The diversity of aspects, from job organization to marketing models, shows the editorial field as obsessed with new developments, making decisions that resulted in wise practices, many of which remain as such to this day.
Outsourcing before Neoliberalism
Publishing was one of the first industries to make a consistent and successful effort to rationalize and standardize mass production from its origin. Only during the very brief period of the incunabula — the wonderful period between the year 1453, when the printing press was officially invented, and the day before Easter 1501 — the new presses invented by Gutenberg produced some twenty million copies as a result of the thirty-five thousand editions of some fifteen thousand different texts that have reached the present. Such an accomplishment could not have been achieved with a timorous industry but as a result of an effort that can only be described as modern, as Febvre and Martin categorically state in The Coming of the Book (2005, p. 289).
Since its inception, the publishing industry revolutionized many aspects, and labor was no exception. It was one of the first to incorporate hourly labor as part of its processes, an approach that would have to wait until the seventeenth century to become a standard way of compensating the effort of workers in other industrial areas (Striphas, 2011, p. 7; Febvre and Martin, 2011, pp. 143–153). Third-party involvement in the multiple tasks of the publishing work will be a deep birthmark, so much so that it lasts until today. In recent decades, it has served as an archetype for the systematic erosion of labor modeled under the predominance of the benefactor State that has given way to the precarious work of globalizing neoliberalism (Menger, 2009; Hesmondhalgh and Baker, 2011).
Fifteenth-century printing workshops “resembled modern workshops more than medieval factories”, stated Febvre and Martin, and succeeded in optimizing the technical procedures to make the work of presses easier and faster as a “response to the need to produce more books every day at a lower price, [which] led printers to improve their production methods” (2011, p. 143). As part of this rationalization, a tertiary labor model was adopted, we would say now, which boosted this nascent industry along, incidentally, with “some of the earliest trade unions and trade union organizations” (Phillips and Bhaskar, 2020, p. 23).
The invention of Piracy
Another phenomenon where we cannot speak of editorial autism is the emergence of piracy, or to define it more nicely, the active role of printing in the 'radical reorganization of what we know today as intellectual property' (Johns, 2009, p. 15).
Since the printing press arrived in England in 1471, the printing activity was largely supervised by the Company of Stationers, the booksellers' Company. Its primary mission was to prevent the printing of seditious texts and illegal behavior (at the time, they were not called piracy), and encourage printing of manuscripts licensed for reproduction. Theft of sheets, the printing of texts whose content was different from what the author had provided to the press, and a fair amount of tricks to bypass the rules were frequent matters denounced to the court that set the code of conduct of the printing guild. A recording system and the application of customary measures, which were verified at the printer's house — the location where the printing tasks were carried out (hence the designation as “publishing house”) — kept alive for a long time the 'moral impetus of the book trade in the manner of a living guild community belonging to a civic sphere" (Johns, 2009, p. 27). However, this corporation had started to crack as a consequence of an oligarchic trend of booksellers and their increasing interest in distinguishing themselves from the printers until they became a distinct and hierarchically superior sector. This, in addition to the emerging conflict between the registration and patent systems, was an issue that soon spread across continental Europe.
By then, several ingredients turned the editorial cocktail into a time bomb for the established system. The book guild was increasingly disregarding the rules that allowed for keeping opinions under control. The wider environment began to witness a remarkable increase in the debate of what would become the ‘public sphere’ while the popular press became stronger, which reminds us of the role of social networks during the recent US presidential election that favored Donald Trump: "fiercely sectarian, violently partial, relentlessly devoted to plagiarism, and often foolishly credulous" (Johns, 2009, p. 30).
Faced with this, the Crown believed they had found a way to contain and take advantage of the new disputes, which “were no longer those of the university, the court, and the palace.” The arena where this was settled was that of registrations and patents. Printers had ceded pre-eminence to booksellers — the owners of copies, as the Saxon book registry entries were called — who were insatiable and encouraged the greatest possible discord because it sold books. The proposal, then, was to put aside registrations and award patents to the English gentlemen far from the publishing industry’s worldly passions, which meant a radical shift in this sector.
The reaction of the booksellers was immediate. They invented a tradition (Howsbawn and Ranger, 1987): authorship understood as property. And they put her at the center of the dispute. The American historian Adrian Johns considers this as the germinal formulation of literary property — “an absolute right generated by authorship” that could serve as the backbone of a “moral and economic system linked to the printing press tasks”. Of course, the idea was not supported by any clear precedent, and, according to the American historian, it served to make a surprising twist since "the notion of piracy triggered the conception of a literary property principle linked to authorship and not the other way around" (Johns, 2011, p. 39, italics used herein). The natural right of authors to their works was established, and greater power was given to the sacrosanct property principle and the political legitimacy it entails.
As a result, or as an in-depth continuation of a process with several years of history, knowledge was made known through a cascade of ‘chain appropriations’, often without authorization, as Robert Darnton detailed in his work on the Encyclopedia (Darnton, 2006). That helped, among many other things, the Enlightenment spread thanks to a cascade of ‘illegal’ reprints. As Johns argues,"we could say that without piracy, there would have been no Enlightenment " (Johns, 2011, p. 53).
Editorial Christmas
Today, the average German possesses about ten thousand objects. In the United Kingdom, there were about six billion garments in 2013 — about one hundred per adult — and a quarter of them never came out of their drawers (Trentmann, 2017). This consumerist fever, which has made us voracious buyers, often uncontrolled, is the result of a long process. Some authors trace this behavior back to the Ming Dynasty (1368–1644) — the oldest reference — with its obsession with lacquered cups inlaid with silver and its hairstyles supported by carved bamboo forks. Others contend it lies in the Dutch Republic of the 17th century’s Golden Age, when even the maidens had paintings in their rooms, and Great Britain of the 18th century, flooded by the avalanche of novel cheap products: pipes, soaps, woven socks, tobacco, chocolate, and coffee... (Trentmann, 2012). For the consumer society to flourish, as Trentmann points out, attitudes must change: "Goods do not arrive alone. They have to be invited to come in”. And that’s what happened with books and Christmas in the 19th century.
At that time, small printed objects began to occupy a prominent place in one of the most important traditions of the West: Christmas. The incipient American consumerist fever made books one of the first and most suitable objects to give away on that date — the most important moment of family exchange in modernity. In The Battle for Christmas (1996), Stephen Nissenbaum analyzes the transformation of this festivity. Before the 19th century, this period was a kind of carnival, a time of unlimited alcohol consumption and gangster violence, during which the most elementary rules of coexistence and urbanity were abandoned, a festive violence that seems to be found in the antipodes of the modern end-of-year celebration. As a reaction to the effects of this periodic subversion of the order, a new approach of celebration behind closed doors emerged, in the family communion, which Nissenbaum places as part of a long history of cultural consumption and of practices linked to caring for children, the target of gifts this season. And books played a central role in this transformation: "Publishers and booksellers were the collision forces in the exploitation and development of a Christmas trade, and books were at the forefront of a market-driven Christmas" (Nissenbaum, 1997, p. 140).
By the 1830s, a new type of book emerged in the US: the gift book. This consisted of special anthologies, produced in different formats, which included an ex libris to personalize the object, designed for market launch at the peak of Christmas shopping. And these characteristics, diversity of formats, and personalization allowed something impossible to achieve for other mass-generated products: its manufacture was designed for its reception as a sign of intimacy and affection in at least two ways. First, the person giving the gift had to choose, among many editions, the one that best suited the recipient. And making the right decision was not straightforward because publishers flooded the market with diverse products for different social groups. Second, the ex-libris allowed those who gave the gift to make their choice even more personal, writing a dedication on pre-printed pages that allowed them to write personalized messages, “suggesting, again, blurred borders between industrial mass production and personal feelings”, and gave books a central role in transforming Christmas into a consumerist holiday (Striphas, 2011, pp. 7-8).
This description is hardly surprising. Febvre and Martin (2005, p. 290) pointed out that we should bear in mind the fact that “from the beginning, printers and booksellers worked for profit”; as McLuhan points out, “from the beginning, the printing press has to tackle the issue of ‘meeting the public demands” (McLuhan, 1985, p. 246). Or, to state it more forcefully, as the bibliomane Michel Melot argues: “The book has never escaped capitalism, it is his son. It was a church. It became a market. From one to the other, the cleric has changed" (Melot, 2007, p. 26).
The Book, Its CURP and the Beginnings of the Supermarket
Two additional examples illustrate our point and fight the idea of editorial immobility, which should help to scare away the ghosts of a moldy industry that looks perpetually at its navel. Now we will address relatively recent issues — the ISBN and the barcode — and how the book trade transformed their exhibition. Books have not only been part of consumer capitalism, which practically started with them but are part of the fuel that drives it and the key to understanding the forms of change and evolution of this transforming consumerist capitalism.
Although its massive application is relatively recent, the history of ISBN dates back at least some 60 years ago. In 1965, W. H. Smith & Son, the then-largest English bookstore chain, decided to translate its paper inventories into computer records. The challenges started when deciding on which of the multiple criteria used to identify a book was to be considered (author, title, edition, publishing house, type of binding, date of edition, or language, among others). Converting the data from the old analog system into digital entries was an issue for a model with a limited capacity for information handling and that more efficient handling numbers. That was the origin of the Standard Book Number (SBN), a predecessor of the well-known ISBN (International Standard Book Number), something like the CURP of books — a result of the need to create “an abstraction that would allow the endless repetition of individual cases … without excessively particularizing these objects” (Radway, 2011, p. 166). The model would later be copied by the music industry, which until then had failed in its search for an abstract alternative applicable to vinyl records and also by sweet producers, among the most prominent sectors.
On the other hand, the increase in postwar college enrolment led American bookstores to face the need to find better exhibition and sales models for an ever-increasing number of volumes and readers. To this end, they made a series of decisions that privileged volume sales over aesthetic considerations. This led to “the peculiar history of the relationship between book and food sale” (Striphas, 2011, p. 58). Contrary to what we could assume today, it was bookstores that paved the way to supermarkets and not the other way around. In what way? With shelves that were not behind the counters, with products arranged to be browsed occasionally and for what would later be called self-service. It is hard to imagine today, but when, for example, food products sold in stores lacked clear labels or packaging, book covers served as protection and as bait to attract shoppers. Faced with the established idea that books should be treated as sacral objects, this novel marketing model launched a triad consisting of volume, efficiency, and marketing, paving the way for the modern supermarket and mass marketing.
Reflexion
As Ted Striphas reminds us, academic reflection on the book publishing industry is another example of Minerva's owl: we focus our energies on a phenomenon at the point where we are about to lose it. And so, when we revisit the past, and more so publishing, there is a mixture of nostalgia and the knowledge that we are trying to understand a world that is evaporating (2011, p. 187).
However, as we have tried to illustrate through the examples we have briefly rescued from oblivion in this text, the often-journalistic discussions about the worn-out book crisis we have suffered during the last three decades, have obscured, by simplification, the complex, novel and ingenious publishing practices that have become routines associated with the world of modern consumption. In fact, they have been at the forefront of capitalist development for the last five hundred years. And the examples discussed show that they are still there.
Conclusions
According to Philips and Bhaskar (2020, p. 24), the editorial work triggered, accompanied, and fostered other profound cultural changes, such as the Reform, scientific revolution, modernism, and communism. So it is not by chance that Amazon, through this Western civilization brick, with over 500 years behind it, is, again, the spearhead of a powerful transformation.
References
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