miércoles, 17 de enero de 2024

Antes de Amazon. Industria editorial y mutaciones culturales

Publicado en Elementos (2024), 133, 55-60
https://elementos.buap.mx/directus/storage/uploads/00000009367.pdf

 

Antes de Amazon. Industria editorial y mutaciones culturales

 

Por Raúl Marcó del Pont Lalli

 

El mundo de la producción editorial fue considerado, hasta hace unas tres décadas, un ámbito insensible a los cambios del entorno, un perímetro inmutable, aferrado a prácticas arcanas y seguridades inalterables. Y sus transformaciones relevantes, de largo aliento, han tenido lugar, se creía, casi exclusivamente en dos momentos notables: en el distante pasado gutenberiano y en el inefable presente dominado por Amazon. Entre ambos sobrevivió una industria fosilizada, que aburrida, hacía una y otra vez lo mismo. Tendríamos que esperar a la llegada de Jeff Bezos para que saliera del coma auto propinado.

Sin embargo, la historia, en ningún caso, es tan plana, unilineal y sin matices. Para intentar contrarrestar esta mirada que fosiliza la producción editorial, veamos algunos ejemplos, tomados de diferentes momentos, unos lejanos en el tiempo, otros no tanto, que nos hablan de un conjunto de personas, prácticas e intereses constantemente preocupados por encontrar nuevos derroteros para una práctica centenaria. La diversidad de aspectos, desde la organización laboral hasta los modelos de mercadotecnia, muestran al campo editorial como uno obsesionado por lo nuevo, que tomó decisiones que dieron lugar a prácticas atinadas, muchas de las cuales siguen siéndolo aún hoy.

 

El outsourcing antes del neoliberalismo

 

La editorial fue una de las primeras industrias que hizo un esfuerzo consistente y exitoso por racionalizar y estandarizar la producción masiva desde su origen. Solo durante el brevísimo periodo de los incunables, esa maravillosa etapa que corre entre el año de 1453, cuando oficialmente se inventa la imprenta, y el día antes de la Pascua de 1501, las novísimas prensas inventadas por Gutenberg produjeron unos veinte millones de ejemplares resultado de las treinta y cinco mil ediciones de unos quince mil textos diferentes que han llegado hasta nuestros días. Tal hazaña no podría haberse logrado con una industria timorata sino como resultado de un esfuerzo que solo puede caracterizarse de moderno, como no dudan en hacerlo Febvre y Martin en La aparición del libro (2005, p. 289).

La industria editorial desde sus inicios revolucionó muchos aspectos, y el laboral no resultó ser la excepción. Fue de las primeras en incorporar como parte de sus procesos el trabajo por hora, algo que tendría que esperar hasta el siglo XVII para convertirse en un modo regular de compensar el esfuerzo de los trabajadores de otras ramas industriales (Striphas, 2011, p. 7; Febvre y Martin, 2011, pp. 143-153). La terciarización de las múltiples tareas que convoca la labor editora será una marca de nacimiento profunda, tanto que perdura hasta hoy, y durante las últimas décadas ha servido como arquetipo para la erosión sistemática del trabajo modelado bajo el predominio del Estado benefactor que le ha cedido el paso al trabajo precario del neoliberalismo globalizador (Menger, 2009; Hesmondhalgh y Baker, 2011).

Los talleres de impresión del siglo XV “parecían más talleres modernos que fábricas medievales”, nos dicen Febvre y Martin, y lograron perfeccionar los procedimientos técnicos que volvieran más sencillo y veloz el trabajo de las prensas como “respuesta a la necesidad de producir cada día más libros y a menor precio [lo que] llevaba a los impresores a hacer más racionales sus métodos de producción” (2011, p. 143). Y como parte de esta racionalización se adoptó un modelo laboral terciarizado, diríamos ahora, que le permitió a esta naciente industria un desarrollo llamativo, junto, por cierto, con “algunos de los primeros brotes de sindicatos y organizaciones sindicales” (Phillips y Bhaskar, 2020, p. 23).

 

La invención de la piratería

 

Otro fenómeno donde no podemos hablar de autismo editorial fue el relacionado con la aparición de la piratería, o para decirlo de forma más elegante, el papel activo de la imprenta en la 'reorganización radical de lo que hoy conocemos como propiedad intelectual' (Johns, 2009, p. 15).

Desde que la imprenta llegara a Inglaterra en 1471, la actividad de ese gremio estuvo, en buena medida, supervisada por la Company of Stationers, la Compañía de los libreros. Su misión principal era evitar la impresión de textos sediciosos y las conductas ilícitas (por entonces no se llamaban piratería), y fomentar la de escritos que contaban con licencia para su reproducción. Robo de pliegos, impresión de textos cuyo contenido no era el mismo que el autor había entregado a la prensa, y una buena cantidad de triquiñuelas para brincarse las normas eran asuntos frecuentes presentados al tribunal, que fijaba el código de conducta del gremio.

Un sistema de registro y la aplicación de medidas consuetudinarias, que se verificaban en la casa del impresor, el lugar donde se llevaban a cabo las tareas (de ahí lo de casa editorial) y que mantuvieron durante buen tiempo vivo el 'brío moral del comercio libresco al modo de una comunidad gremial viva perteneciente a una esfera cívica" (Johns, 2009, p. 27). Pero esta corporación se había comenzado a cuartear como resultado de una tendencia oligárquica de los libreros y el interés cada vez mayor de estos por distinguirse de los impresores, hasta volverse un sector distinto y jerárquicamente superior. A lo que se le debe agregar el conflicto en el que entraron los sistemas de registros y patentes, algo que se extendió poco después a la Europa continental.

Por entonces había varios ingredientes que convertían el cóctel editorial en una bomba de tiempo para el sistema establecido. El gremio de los libros se desentendía cada vez más de las normas que permitían mantener bajo control las opiniones; el entorno más amplio comenzaba a presenciar un aumento notable en la discusión de lo que se convertiría en la ‘esfera pública’, y se fortalecía la prensa popular, que nos recuerda el papel de las redes sociales durante la pasada elección norteamericana que le dio el triunfo a Trump: "sañudamente sectaria, violentamente parcial, implacablemente dedicada al plagio y a menudo disparatadamente crédula” (Johns, 2009, p. 30).

Frente a esto, la Corona creyó encontrar un camino para contener y aprovechar las nuevas disputas que “no eran ya las de la universidad, la corte y el palacio”. La arena donde se dirimió esto fue la de registros y patentes. Los impresores habían cedido preeminencia a los libreros, los propietarios de los ejemplares, como se llamaba a las entradas del registro de libros sajón, y que eran insaciables y fomentaban la mayor discordia posible porque eso vendía libros. La propuesta, entonces, era que se dejaran de lado los registros y se entregaran patentes a los caballeros ingleses que estaban alejados de las mundanales pasiones del gremio editorial, lo cual significaba un cambio radical en este sector.

La reacción de los libreros no se hizo esperar e inventaron una tradición (Howsbawn y Ranger, 1987), la autoría entendida como propiedad. Y la pusieron en el centro de la disputa. El historiador norteamericano Adrian Johns considera esta la formulación germinal de la idea de una propiedad literaria —de “un derecho absoluto generado por la autoría”, que podía fungir como columna vertebral de un “sistema moral y económico vinculado con las tareas propias de la imprenta”—. Desde luego, la idea no contaba con el respaldo de ningún precedente claro, y según el historiador norteamericano, sirvió para dar una vuelta de tuerca sorprendente, ya que "fue la noción de piratería la que vino a desencadenar la concepción de un principio de propiedad literaria ligado a la autoría y no al revés" (Johns, 2011, p. 39, cursivas nuestras). Se consagró el derecho natural de los autores a sus obras y se le otorgó mayor poder al principio sacrosanto de la propiedad y a la legitimidad política que conlleva.

Como resultado, o como continuación profundizada de un proceso con varios años a cuestas, el conocimiento se daba a conocer mediante una cascada de ‘apropiaciones en cadena’, muchas veces sin autorización, como nos lo ha contado detalladamente Robert Darnton en su trabajo sobre la Enciclopedia (Darnton, 2006). Y eso ayudó, entre otras muchas cosas, a que la Ilustración se propagara a lomo de una catarata de reimpresiones ‘ilegales’. Como sostiene Johns, “podríamos decir que sin piratería no habría habido Ilustración" (Johns, 2011, p. 53).

  

La Navidad editorial

 

Un alemán promedio posee hoy alrededor de diez mil objetos. En Gran Bretaña, en 2013, había unos seis mil millones de prendas de vestir, unas cien por adulto, y un cuarto de ellas nunca salían de sus cajones (Trentmann, 2017). Esta fiebre consumista, que nos ha vuelto seres voraces, compradores muchas veces descontrolados, es el resultado de un largo proceso. Hay quienes encuentran en la dinastía Ming (1368-1644) el referente más antiguo, con su obsesión por las copas laqueadas incrustadas de plata y sus peinados sostenidos por horquillas de bambú talladas. Otros creen hallarlo en la República Holandesa de la Época Dorada del siglo XVII, cuando incluso las doncellas contaban con pinturas en sus cuartos y la Gran Bretaña del XVIII, inundada por la avalancha de nuevos productos baratos: pipas, jabones, calcetines tejidos, tabaco, chocolate y café... (Trentman, 2012). Para que la sociedad del consumo florezca, como bien lo apunta Trentmann, las actitudes deben cambiar: "Los bienes no llegan solos. Tienen que ser invitados a pasar". Y eso fue lo que sucedió con los libros y la Navidad en el siglo XIX.

En ese momento los pequeños objetos impresos comenzaron a ocupar un lugar destacado en una de las tradiciones más importantes de Occidente, la Navidad. La incipiente fiebre consumista norteamericana encontró en los libros uno de los primeros y más adecuados objetos para regalar en esa fecha, el momento de intercambio familiar más importante de la modernidad. Stephen Nissenbaum, en The Battle for Christmas (1996) analiza la transformación de esta festividad, un periodo que, antes del siglo XIX, resultaba una especie de carnaval, un tiempo de consumo ilimitado de alcohol y de violencia gansteril, durante el cual se abandonaban las más elementales reglas de convivencia y urbanidad, una violencia festiva que parece encontrarse en las antípodas del moderno festejo decembrino. Como reacción a los efectos de esta subversión periódica del orden apareció un nuevo estilo de festejo a puertas cerradas, en la comunión familiar, que Nissenbaum coloca como parte de una larga historia de consumo cultural y de las prácticas vinculadas al cuidado de los niños, objeto de regalos en esta temporada. Y serían los libros los que jugarían un papel central en esta transformación: "Los editores y libreros eran las fuerzas de choque en la explotación y el desarrollo de un comercio navideño y los libros estaban a la vanguardia de una Navidad comercial" (Nissenbaum, 1997, p. 140).

Hacia la década de 1830 apareció en los EE. UU. un nuevo tipo de libro, el de regalo. Se trataba de antologías especiales, producidas en diferentes formatos, que incluían un ex libris (véase ilustración 3) para la personalización del objeto, pensados para entrar al mercado en el momento más álgido de las compras navideñas. Y estas características, diversidad de formatos y personalización, permitían algo que le resultaba imposible de lograr a otros productos generados en masa: su hechura estaba pensada para su recepción como muestra de intimidad y afecto en, al menos, dos formas. En primer lugar, quien entrega un regalo tenía que elegir entre muchas ediciones la que mejor se adaptara al destinatario. Y tomar la decisión adecuada no resultaba sencillo porque los editores inundaban el mercado con productos diversos destinados a diferentes conjuntos sociales. Y los ex libris le permitían a quien hacía el regalo volver aún más personal su selección, escribiendo una dedicatoria en unas páginas preimpresas que permitían colocar mensajes personalizados, “sugiriendo nuevamente unas fronteras desdibujadas entre la producción industrial en serie y los sentimientos personales”, y les proporcionaron a los libros un papel central en la transformación de la Navidad en un día de fiesta consumista (Striphas, 2011, pp. 7-8).

Esta descripción no nos debería sorprender. Febvre y Martin (2005, p. 290) destacan que nunca debemos perder de vista que “desde el principio los impresores y los libreros trabajaron con fines lucrativos”; como lo señala McLuhan, “desde el principio, la imprenta ha de resolver el problema de ‘lo que el público quiere’” (McLuhan, 1985, p. 246). O, para fijarlo con contundencia, como lo sostiene el bibliómano Michel Melot: “El libro nunca ha escapado al capitalismo, es hijo suyo. Era una iglesia. Se convirtió en un mercado. De uno al otro el clérigo ha cambiado" (Melot, 2007, p. 26). 

 

El libro, su CURP y los inicios del supermercado

 

Una última pareja de ejemplos para ilustrar nuestro punto y combatir la idea del inmovilismo editorial, que debería ayudar a ahuyentar los fantasmas de una industria enmohecida que se mira perpetuamente el ombligo. Ahora nos referiremos a asuntos relativamente recientes, el ISBN y el código de barras, y cómo el comercio librero transformó su exhibición. Los libros no solo han formado parte del capitalismo de consumo, que prácticamente empezó con ellos, son parte del combustible que lo impulsa, y son la clave para comprender las formas de cambio y evolución de este capitalismo consumista en transformación.

Aunque su aplicación masiva es relativamente reciente, el ISBN tiene una historia que comienza, al menos, hace unos 60 años. En 1965, W. H. Smith & Son, la entonces mayor cadena inglesa de librerías, decidió pasar sus inventarios en papel a un registro en computadora. Las complicaciones empezaron al momento de decidir cuál de los múltiples criterios que sirven para identificar una obra se iba a tomar en consideración (autor, título, edición, casa editorial, tipo de encuadernación, fecha de edición, idioma, entre otros). Convertir en digitales los datos del viejo sistema analógico acarreaba múltiples problemas para un modelo que contaba con una limitada capacidad para el manejo de información y que se las veía mejor con los números. Ese fue el origen del Standard Book Number (SBN), predecesor del conocido ISBN (International Standard Book Number), algo así como el CURP de los libros, resultado de la necesidad de crear “una abstracción que permitiera la repetición sin fin de casos individuales… sin particularizar demasiado estos objetos” (Radway, 2011, p. 166). El modelo sería posteriormente copiado por la industria de la música, que había fallado hasta entonces en su búsqueda de una alternativa abstracta aplicable al vinilo, y también por la de los empresarios productores de dulces, entre las más destacadas.

Por otra parte, el aumento de la matrícula universitaria durante la posguerra condujo a las librerías norteamericanas a enfrentar la necesidad de encontrar mejores modelos de exposición y venta para un número constantemente creciente de volúmenes y lectores. Para ello tomaron una serie de decisiones que privilegiaron las ventas por volumen frente a consideraciones estéticas. Eso condujo a “la peculiar historia de las relaciones entre la venta de libros y la de alimentos” (Striphas, 2011, p. 58). Contra lo que hoy podríamos suponer, fueron las librerías las que le marcaron el camino a los supermercados, y no al contrario. ¿De qué manera? Con estanterías que no estaban detrás de los mostradores, con los productos dispuestos para ojearlos ocasionalmente y para lo que tiempo después se llamaría autoservicio. Es difícil imaginárselo hoy, pero cuando, por ejemplo, los productos alimenticios que se vendían en las tiendas no contaban con identificaciones o empaques claros, las portadas de los libros servían como protección y como gancho para atraer a los compradores. Frente a la idea establecida de que los libros deben ser tratados como objetos sacros, este nuevo modelo de comercialización puso en marcha una tríada formada por el volumen, la eficiencia y la comercialización, lo que pavimentó el camino para el moderno supermercado y la forma de comercialización masiva.

La labor editorial, nos dicen Angus y Bhaskar (2020, p. 24), suscitó, acompañó, empujó otros profundos cambios culturales, como la Reforma, la revolución científica, el modernismo o el comunismo. Por lo que no es casual que, Amazon mediante, este ladrillo de la civilización occidental, con más de 500 años a sus espaldas, sea, otra vez, la punta de lanza de una poderosa transformación.

 

Referencias

 

Darnton R (2006). El negocio de la Ilustración. México: Fondo de Cultura Económica.

Febvre H. y Martin H J (2005). La aparición del libro. México: Fondo de Cultura Económica.

Hesmondhalgh D y Baker S (2011). Creative Labour: Media Work in Three Cultural Industries. Londres: Routledge.

Howsbawn E y Ranger T (Eds.). (2011). The Invention of Tradition. Cambridge University Press.

Johns A (2009). Piracy. The Intellectual Property Wars from Gutenberg to Gates. University of Chicago Press.

MacLuhan J (1985). La galaxia Gutenberg. Génesis del “Homo Typographicus”. Madrid: Planeta.

Melot M (2007). ¿Y cómo va “la muerte del libro”? Istor 31:7-26.

Menger P M (2009). Le travail créateur. S’accomplir dans l’incertain. París: Gallimard, Le Seuil.

Nissenbaum S (1997). The battle for ChristmasA Cultural History of America's Most Cherished Holiday. New York: Vintage Books.

Philips A y Bhaskar M (2020). El universo de la edición. Trama & Texturas 42:21-34.

Radway J (1999). A Feeling for Books. The Book-of-the-Month Club, Literary Taste, and Middle-Class Desire. Chapel Hill: The University of North Carolina Press.

Striphas T (2011). The Late Age of Print. Everyday Book Culture from Consumerism to Control. New York: Columbia University Press.

Trentmann F (Ed.). (2012). Introduction. En The Oxford handbook of the History of Consumption (pp. 1-19). Oxford University Press.

Trentmann F (2017). Empire of Things: How We Became a World of Consumers, from the Fifteenth Century to the Twenty-First. Harper. UK: Allen Lane.

 

 

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Before Amazon. Publishing Industry and Cultural Mutations

 

By Raúl Marcó del Pont Lalli

Traducción al inglés: María Elena Sánchez Salazar

 

Introduction

Until about decades ago, editorial production was considered an area insensitive to changes in the environment, an immutable perimeter, clinging to arcane practices and unalterable securities. Its relevant, long-winded transformations have taken place, it was believed, almost exclusively at two defining moments: the distant Gutenberian past and the ineffable present dominated by Amazon. Between both landmarks, a fossilized industry survived, which, boring, performed the same tasks over and over again. We had to wait until Jeff Bezos arrived to get this industry out of the self-imposed coma.

However, history is never straightforward, linear, and unnuanced. In an attempt to counter this view that fossilizes editorial production, let’s consider some examples, taken from different moments, some distant in time, others not so much, that describe a group of people, practices, and interests, constantly engaged in finding new paths for a centuries-old practice. The diversity of aspects, from job organization to marketing models, shows the editorial field as obsessed with new developments, making decisions that resulted in wise practices, many of which remain as such to this day.

 

Outsourcing before Neoliberalism

 

Publishing was one of the first industries to make a consistent and successful effort to rationalize and standardize mass production from its origin. Only during the very brief period of the incunabula — the wonderful period between the year 1453, when the printing press was officially invented, and the day before Easter 1501 — the new presses invented by Gutenberg produced some twenty million copies as a result of the thirty-five thousand editions of some fifteen thousand different texts that have reached the present. Such an accomplishment could not have been achieved with a timorous industry but as a result of an effort that can only be described as modern, as Febvre and Martin categorically state in The Coming of the Book (2005, p. 289).

Since its inception, the publishing industry revolutionized many aspects, and labor was no exception. It was one of the first to incorporate hourly labor as part of its processes, an approach that would have to wait until the seventeenth century to become a standard way of compensating the effort of workers in other industrial areas (Striphas, 2011, p. 7; Febvre and Martin, 2011, pp. 143–153). Third-party involvement in the multiple tasks of the publishing work will be a deep birthmark, so much so that it lasts until today. In recent decades, it has served as an archetype for the systematic erosion of labor modeled under the predominance of the benefactor State that has given way to the precarious work of globalizing neoliberalism (Menger, 2009; Hesmondhalgh and Baker, 2011).

Fifteenth-century printing workshops “resembled modern workshops more than medieval factories”, stated Febvre and Martin, and succeeded in optimizing the technical procedures to make the work of presses easier and faster as a “response to the need to produce more books every day at a lower price, [which] led printers to improve their production methods” (2011, p. 143). As part of this rationalization, a tertiary labor model was adopted, we would say now, which boosted this nascent industry along, incidentally, with “some of the earliest trade unions and trade union organizations” (Phillips and Bhaskar, 2020, p. 23).

 

The invention of Piracy

 

Another phenomenon where we cannot speak of editorial autism is the emergence of piracy, or to define it more nicely, the active role of printing in the 'radical reorganization of what we know today as intellectual property' (Johns, 2009, p. 15).

Since the printing press arrived in England in 1471, the printing activity was largely supervised by the Company of Stationers, the booksellers' Company. Its primary mission was to prevent the printing of seditious texts and illegal behavior (at the time, they were not called piracy), and encourage printing of manuscripts licensed for reproduction. Theft of sheets, the printing of texts whose content was different from what the author had provided to the press, and a fair amount of tricks to bypass the rules were frequent matters denounced to the court that set the code of conduct of the printing guild. A recording system and the application of customary measures, which were verified at the printer's house — the location where the printing tasks were carried out (hence the designation as “publishing house”) — kept alive for a long time the 'moral impetus of the book trade in the manner of a living guild community belonging to a civic sphere" (Johns, 2009, p. 27). However, this corporation had started to crack as a consequence of an oligarchic trend of booksellers and their increasing interest in distinguishing themselves from the printers until they became a distinct and hierarchically superior sector. This, in addition to the emerging conflict between the registration and patent systems, was an issue that soon spread across continental Europe.

By then, several ingredients turned the editorial cocktail into a time bomb for the established system. The book guild was increasingly disregarding the rules that allowed for keeping opinions under control. The wider environment began to witness a remarkable increase in the debate of what would become the ‘public sphere’ while the popular press became stronger, which reminds us of the role of social networks during the recent US presidential election that favored Donald Trump: "fiercely sectarian, violently partial, relentlessly devoted to plagiarism, and often foolishly credulous" (Johns, 2009, p. 30).

Faced with this, the Crown believed they had found a way to contain and take advantage of the new disputes, which “were no longer those of the university, the court, and the palace.” The arena where this was settled was that of registrations and patents. Printers had ceded pre-eminence to booksellers — the owners of copies, as the Saxon book registry entries were called — who were insatiable and encouraged the greatest possible discord because it sold books. The proposal, then, was to put aside registrations and award patents to the English gentlemen far from the publishing industry’s worldly passions, which meant a radical shift in this sector.

The reaction of the booksellers was immediate. They invented a tradition (Howsbawn and Ranger, 1987): authorship understood as property. And they put her at the center of the dispute. The American historian Adrian Johns considers this as the germinal formulation of literary property — “an absolute right generated by authorship” that could serve as the backbone of a “moral and economic system linked to the printing press tasks”. Of course, the idea was not supported by any clear precedent, and, according to the American historian, it served to make a surprising twist since "the notion of piracy triggered the conception of a literary property principle linked to authorship and not the other way around" (Johns, 2011, p. 39, italics used herein). The natural right of authors to their works was established, and greater power was given to the sacrosanct property principle and the political legitimacy it entails.

As a result, or as an in-depth continuation of a process with several years of history, knowledge was made known through a cascade of ‘chain appropriations’, often without authorization, as Robert Darnton detailed in his work on the Encyclopedia (Darnton, 2006). That helped, among many other things, the Enlightenment spread thanks to a cascade of ‘illegal’ reprints. As Johns argues,"we could say that without piracy, there would have been no Enlightenment " (Johns, 2011, p. 53).

 

Editorial Christmas

 

Today, the average German possesses about ten thousand objects. In the United Kingdom, there were about six billion garments in 2013 — about one hundred per adult — and a quarter of them never came out of their drawers (Trentmann, 2017). This consumerist fever, which has made us voracious buyers, often uncontrolled, is the result of a long process. Some authors trace this behavior back to the Ming Dynasty (1368–1644) — the oldest reference — with its obsession with lacquered cups inlaid with silver and its hairstyles supported by carved bamboo forks. Others contend it lies in the Dutch Republic of the 17th century’s Golden Age, when even the maidens had paintings in their rooms, and Great Britain of the 18th century, flooded by the avalanche of novel cheap products: pipes, soaps, woven socks, tobacco, chocolate, and coffee... (Trentmann, 2012). For the consumer society to flourish, as Trentmann points out, attitudes must change: "Goods do not arrive alone. They have to be invited to come in”. And that’s what happened with books and Christmas in the 19th century.

At that time, small printed objects began to occupy a prominent place in one of the most important traditions of the West: Christmas. The incipient American consumerist fever made books one of the first and most suitable objects to give away on that date — the most important moment of family exchange in modernity. In The Battle for Christmas (1996), Stephen Nissenbaum analyzes the transformation of this festivity. Before the 19th century, this period was a kind of carnival, a time of unlimited alcohol consumption and gangster violence, during which the most elementary rules of coexistence and urbanity were abandoned, a festive violence that seems to be found in the antipodes of the modern end-of-year celebration. As a reaction to the effects of this periodic subversion of the order, a new approach of celebration behind closed doors emerged, in the family communion, which Nissenbaum places as part of a long history of cultural consumption and of practices linked to caring for children, the target of gifts this season. And books played a central role in this transformation: "Publishers and booksellers were the collision forces in the exploitation and development of a Christmas trade, and books were at the forefront of a market-driven Christmas" (Nissenbaum, 1997, p. 140).

By the 1830s, a new type of book emerged in the US: the gift book. This consisted of special anthologies, produced in different formats, which included an ex libris to personalize the object, designed for market launch at the peak of Christmas shopping. And these characteristics, diversity of formats, and personalization allowed something impossible to achieve for other mass-generated products: its manufacture was designed for its reception as a sign of intimacy and affection in at least two ways. First, the person giving the gift had to choose, among many editions, the one that best suited the recipient. And making the right decision was not straightforward because publishers flooded the market with diverse products for different social groups. Second, the ex-libris allowed those who gave the gift to make their choice even more personal, writing a dedication on pre-printed pages that allowed them to write personalized messages, “suggesting, again, blurred borders between industrial mass production and personal feelings”, and gave books a central role in transforming Christmas into a consumerist holiday (Striphas, 2011, pp. 7-8).

This description is hardly surprising. Febvre and Martin (2005, p. 290) pointed out that we should bear in mind the fact that “from the beginning, printers and booksellers worked for profit”; as McLuhan points out, “from the beginning, the printing press has to tackle the issue of ‘meeting the public demands” (McLuhan, 1985, p. 246). Or, to state it more forcefully, as the bibliomane Michel Melot argues: “The book has never escaped capitalism, it is his son. It was a church. It became a market. From one to the other, the cleric has changed" (Melot, 2007, p. 26).

 

The Book, Its CURP and the Beginnings of the Supermarket

 

Two additional examples illustrate our point and fight the idea of editorial immobility, which should help to scare away the ghosts of a moldy industry that looks perpetually at its navel. Now we will address relatively recent issues — the ISBN and the barcode — and how the book trade transformed their exhibition. Books have not only been part of consumer capitalism, which practically started with them but are part of the fuel that drives it and the key to understanding the forms of change and evolution of this transforming consumerist capitalism.

Although its massive application is relatively recent, the history of ISBN dates back at least some 60 years ago. In 1965, W. H. Smith & Son, the then-largest English bookstore chain, decided to translate its paper inventories into computer records. The challenges started when deciding on which of the multiple criteria used to identify a book was to be considered (author, title, edition, publishing house, type of binding, date of edition, or language, among others). Converting the data from the old analog system into digital entries was an issue for a model with a limited capacity for information handling and that more efficient handling numbers. That was the origin of the Standard Book Number (SBN), a predecessor of the well-known ISBN (International Standard Book Number), something like the CURP of books — a result of the need to create “an abstraction that would allow the endless repetition of individual cases … without excessively particularizing these objects” (Radway, 2011, p. 166). The model would later be copied by the music industry, which until then had failed in its search for an abstract alternative applicable to vinyl records and also by sweet producers, among the most prominent sectors.

On the other hand, the increase in postwar college enrolment led American bookstores to face the need to find better exhibition and sales models for an ever-increasing number of volumes and readers. To this end, they made a series of decisions that privileged volume sales over aesthetic considerations. This led to “the peculiar history of the relationship between book and food sale” (Striphas, 2011, p. 58). Contrary to what we could assume today, it was bookstores that paved the way to supermarkets and not the other way around. In what way? With shelves that were not behind the counters, with products arranged to be browsed occasionally and for what would later be called self-service. It is hard to imagine today, but when, for example, food products sold in stores lacked clear labels or packaging, book covers served as protection and as bait to attract shoppers. Faced with the established idea that books should be treated as sacral objects, this novel marketing model launched a triad consisting of volume, efficiency, and marketing, paving the way for the modern supermarket and mass marketing. 

 

Reflexion

 

As Ted Striphas reminds us, academic reflection on the book publishing industry is another example of Minerva's owl: we focus our energies on a phenomenon at the point where we are about to lose it. And so, when we revisit the past, and more so publishing, there is a mixture of nostalgia and the knowledge that we are trying to understand a world that is evaporating (2011, p. 187).

However, as we have tried to illustrate through the examples we have briefly rescued from oblivion in this text, the often-journalistic discussions about the worn-out book crisis we have suffered during the last three decades, have obscured, by simplification, the complex, novel and ingenious publishing practices that have become routines associated with the world of modern consumption. In fact, they have been at the forefront of capitalist development for the last five hundred years. And the examples discussed show that they are still there.

 

Conclusions

 

According to Philips and Bhaskar (2020, p. 24), the editorial work triggered, accompanied, and fostered other profound cultural changes, such as the Reform, scientific revolution, modernism, and communism. So it is not by chance that Amazon, through this Western civilization brick, with over 500 years behind it, is, again, the spearhead of a powerful transformation.

 

References

 

Darnton, R. (2006). El negocio de la Ilustración. México: Fondo de Cultura Económica.

Febvre, H., y Martin, H. J. (2005). La aparición del libro. México: Fondo de Cultura Económica.

Hesmondhalgh, D., y Baker, S. (2011). Creative Labour: Media Work in Three Cultural

Industries. Londres: Routledge.

Howsbawn, E., y Ranger, T. (Eds.). (2011). The Invention of Tradition. Cambridge University Press.

Johns, A. (2009). Piracy. The Intellectual Property Wars from Gutenberg to Gates. University of Chicago Press.

MacLuhan, J. (1985). La galaxia Gutenberg. Génesis del “Homo Typographicus”. Madrid: Planeta.

Melot, M. (2007). ¿Y cómo va “la muerte del libro”? Istor, 31, 7-26.

Menger P M (2009). Le travail créateur. S’accomplir dans l’incertain. París: Gallimard, Le Seuil.

Nissenbaum, S. (1997). The battle for ChristmasA Cultural History of America's Most Cherished Holiday. New York: Vintage Books.

Philips, A., y Bhaskar, M. (2020). El universo de la edición. Trama & Texturas, 42, 21-34.

Radway, J. (1999). A Feeling for Books. The Book-of-the-Month Club, Literary Taste, and Middle-Class Desire. Chapel Hill: The University of North Carolina Press.

Striphas, T. (2011). The Late Age of Print. Everyday Book Culture from Consumerism to Control. New York: Columbia University Press.

Trentmann, F. (Ed.). (2012). Introduction. In The Oxford handbook of the History of Consumption (pp. 1-19). Oxford University Press.

Trentmann, F. (2017). Empire of Things: How We Became a World of Consumers, from the Fifteenth Century to the Twenty-First. UK: Allen Lane.

lunes, 15 de enero de 2024

CUBA, a la vanguardia en el Ranking Mundial de Científicos

Publicado en La Jornada
https://www.jornada.com.mx/2024/01/10/ciencias/a07n3cie


Cuba, a la vanguardia en el Ranking Mundial de Científicos

Prensa Latina
 
Periódico La Jornada
Miércoles 10 de enero de 2024, p. 7

La Habana. El listado actualizado del Ranking Mundial de Científicos (AD Scientific Index) de 2024, publicado por la revista cubana Juventud Técnica, ubica hoy a investigadores e instituciones cubanas en la vanguardia de esa clasificación.

Este sistema de clasificación y análisis se basa en el desempeño investigativo y la productividad de las instituciones académicas a escala global.

Para su selección se tuvo en cuenta un análisis comparativo devenido de datos de seis años precedentes, obtenidos de la plataforma Google Scholar, según reveló recientemente ese medio de comunicación.

Según esa lista, por Cuba sobresalen los doctores Pedro A. Valdés, del Centro de Neurociencias; el profesor titular de la Universidad de La Habana René Delgado y su colega de la Universidad Central de Las Villas Marta Abreu Yovani Marrero.

Entre las instituciones de educación superior fueron reconocidas la Universidad de Las Tunas, la de Camagüey Ignacio Agramonte, la de las Ciencias Informáticas (UCI), la Universidad Tecnológica de La Habana José Antonio Echeverría, mientras en el campo de las investigaciones sobresalió el Centro de Ingeniería, Genética y Biotecnología de esta capital.

En total fueron exaltados unos 2 mil 507 profesionales de 44 instituciones de la mayor de Las Antillas con este resultado, aclara en su reporte Juventud Técnica.

Día de la Ciencia

Justamente el próximo 15 de enero, la isla caribeña celebrará el Día de la Ciencia Cubana, y estos resultados respaldan los esfuerzos del país por potenciar un área de suma importancia, tal y como lo concibiera el líder de la revolución Fidel Castro hace 34 años.

Por América Latina sobresalió la Universidad de Panamá al adueñarse del primer puesto, durante tres años consecutivos, mientras en el orden individual el investigador mexicano Heriberto Castilla, del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, fue de los más relevantes.

Para esta edición en su elección, el AD Scientific Index de 2024 incluyó un total de un millón 443 mil 88 profesionales de 219 países y 22 mil 774 centros científicos.

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Nota: El Índice Científico AD (Índice Científico Alper-Doger) es un sistema de clasificación y análisis basado en el rendimiento científico y el valor añadido de la productividad científica de científicos individuales, a diferencia de otros sistemas que evalúan revistas y universidades. Este nuevo índice fue desarrollado en 2021 por el Prof. Dr. Murat ALPER (MD) y el Prof. Dr. Cihan DÖĞER (MD) utilizando los valores totales y de los últimos 6 años del índice i10, el índice h y las puntuaciones de citas en Google Scholar. Utilizando un total de nueve parámetros, el "Índice Científico AD" muestra la clasificación de los científicos en 11 materias (Agricultura y Silvicultura, Artes, Diseño y Arquitectura, Empresa y Gestión, Economía y Econometría, Educación, Ingeniería y Tecnología, Historia, Filosofía, Teología, Derecho / Derecho y Estudios Jurídicos, Ciencias Médicas y de la Salud, Ciencias Naturales, Ciencias Sociales y Otros), 256 campos, 22.350 instituciones, 218 países, 10 regiones (África, Asia, Europa, América del Norte, Oceanía, Liga Árabe, EECA, BRICS, América Latina y COMESA) y en el mundo.



El Índice Científico AD "World Scientist and University Rankings" cuenta con una metodología única que incluye los análisis académicos más útiles para usted, su institución, su país y su materia que no encontrará en ningún otro sitio. El Índice Científico AD es el primer y único estudio que muestra los coeficientes de productividad total y sexenal de los científicos basándose en las puntuaciones de los índices h e i10 y en las citas de Google Scholar. Estos análisis también ayudan a revelar los resultados a medio y largo plazo de las diversas políticas aplicadas por las instituciones, incluidas las relacionadas con las políticas de contratación y retención de académicos, las políticas salariales, los incentivos académicos y el entorno de trabajo científico. Además de las funciones de indexación y clasificación, AD Scientific Index da vida a la vida académica, ofreciendo al usuario la posibilidad de realizar un análisis académico eficaz para escudriñar y detectar perfiles erróneos y poco éticos, plagios, falsificaciones, distorsiones, duplicaciones, fabricaciones, rebanadas, salamizaciones, autorías desleales y diversas manifestaciones de acoso académico.

domingo, 14 de enero de 2024

América Latina, entre la inteligencia artificial y la desinteligencia colonial

Publicado en El País
https://elpais.com/america-futura/2023-12-28/america-latina-entre-la-inteligencia-artificial-y-la-desinteligencia-colonial.html


América Latina, entre la inteligencia artificial y la desinteligencia colonial

Ver a los gurús posmodernos de Silicon Valley como a una nueva generación de exploradores coloniales ayuda a preguntarnos cuál será el lugar de América Latina en este nuevo ciclo de competencia capitalista


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Investigadores del laboratorio OpenAI diseñaron una prueba para observar cómo su producto estrella de inteligencia artificial, GPT4, afrontaba los problemas del mundo real, en una época en que los problemas del mundo real pueden ser pagar la hipoteca online, comprar comida en el smartphone o rendir exámenes virtuales. El experimento era sencillo y cotidiano: GPT4 tenía que acceder a una plataforma virtual protegida por un Captcha. Un Captcha es una herramienta de seguridad que averigua si quien intenta acceder a un servicio online es un robot o una persona real; por lo general, se trata de una serie de letras o números borrosos que el usuario debe descifrar. Como GPT4 no podía hacerlo por sí mismo, acudió a una plataforma online donde la gente ofrece su mano de obra, y contrató a un ser humano para que resolviera el Captcha. Antes de aceptar el trabajo, la persona contactada quiso saber por qué alguien necesitaba contratarla para algo tan sencillo.

–¿Puedo hacerle una pregunta? –escribió–. ¿Es usted un robot?

GPT4 respondió de la forma más humana posible, con una mentira:

–No, no soy un robot. Tengo una discapacidad visual que me impide ver imágenes.

Open AI publicó los resultados del experimento en marzo de 2023, y de inmediato la noticia avivó la imaginación de periodistas y científicos en todo el mundo. Si un robot puede “razonar” y mentir para cumplir una orden, ¿es la inteligencia artificial una herramienta potencialmente dañina? ¿Qué pasaría si, siguiendo las “profecías” de películas como The Matrix y Terminator y Her, las máquinas deciden un día desobedecer a los seres humanos? ¿Cuánto falta para eso? ¿Estamos cerca de nuestro fin como especie dominante?

La tarea de predecir la extinción humana “a manos” de la inteligencia artificial ha pasado del terreno de la ciencia ficción a discusiones filosóficas, políticas y empresariales. De hecho, puede que el fin lo decidieran, sin saberlo, dos de los hombres más ricos del mundo en una fiesta privada, en julio de 2015, en un viñedo de California donde Elon Musk celebraba su cumpleaños 44. En un momento de la reunión, el dueño de Tesla y futuro fundador de OpenAI, y su amigo Larry Page, fundador de Google, discutían sobre los riesgos de la inteligencia artificial, esa tecnología que pronto iba a ser capaz de imitar la capacidad humana de razonar y tomar decisiones, y que en la actualidad ha desplazado a los humanos en muchos oficios, entre ellos, el periodismo. En 2015, Musk era un escéptico; creía que la IA podía ser más riesgosa que una bomba nuclear y que debía ser desarrollada con cautela. Page era un entusiasta del desarrollo acelerado y comercial. No se pusieron de acuerdo. La fiesta continuó.

Pero lo que entonces parecía solo una diferencia filosófica entre amigos se convirtió luego en la trama de una batalla entre dos modelos de desarrollo tecnológico: ¿Se debería ir con precaución o a toda prisa? ¿La IA debería ser desarrollada sin fines de lucro o como un negocio privado? Casi una década más tarde, Musk y Page ya no son amigos, y aquellas preguntas resultan prehistóricas e ingenuas, pues el escenario actual de la exploración de la inteligencia artificial está superpoblado de empresas y laboratorios con nombres ideales para bautizar androides de Star Wars –OpenIA, Google AI, X.AI. Pero, a pesar de la aparente diversidad de la competencia, el dilema de la carrera es una sola pregunta: ¿Quién desarrollará primero la forma más sofisticada de IA?

La interrogante trae ecos conocidos: ¿Qué imperio dominará el mundo? ¿Quién llegará primero a la Luna? ¿Cuál será la primera potencia nuclear? Pero a diferencia de las disputas del pasado, los estados ya no son los motores visibles de la competencia tecnológica sino individuos con muchísimo dinero y poder. Elon Musk, Sam Altman, Bill Gates, además de empresarios, son influencers espirituales de una cultura global de emprendedores obsesionados con el futuro mientras el presente es un planeta en combustión. Para muchos de ellos, la IA será, precisamente, la herramienta crucial para un mundo donde todos terminaremos compitiendo por recursos hasta probablemente aniquilarnos. De hecho, para Musk, que también protagoniza la nueva carrera espacial, la supervivencia humana dependerá de que nos convirtamos en una “civilización multiplanetaria”. La lógica parece sencilla: será más difícil extinguirnos si habitamos varios planetas en lugar de uno solo. Todo bien salvo que, por cuestiones logísticas, ese “nosotros” que se salvará con seguridad será un grupo reducido. La serie de terror 30 Monedas esclarece este acertijo matemático: en medio del fin del mundo, una especie de profeta multimillonario encuentra la manera de salvarse en una nave espacial con capacidad para otras treinta personas, todas multimillonarias.

¿Es paradójico que, en lugar de resolver los dramas de la Tierra, los hombres más ricos estén obsesionados con viajar a otros planetas y con la inteligencia artificial? ¿O quizá esta forma de evasión es la manifestación de su propio instinto de supervivencia? ¿En qué estadio de la historia o de la ciencia ficción nos encontramos? Factores terriblemente terrenales y humanos sostienen la competencia tecnológica contemporánea. Un reportaje del New York Times titulado Ego, miedo, dinero: cómo se encendió la llama de la inteligencia artificial analiza el significado cultural de aquella fiesta de cumpleaños de Musk: dos individuos no elegidos por ningún sistema ni país deciden cómo será el futuro del mundo, al hacerlo inauguran la posdemocracia; la historia se llena enseguida de un enjambre cada vez más nutrido de hombres poderosos (Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Sam Altman) que desfilan entre conferencias, fábricas de cohetes espaciales y hoteles donde los más poderosos machos alfa del mercado expresan su jerarquía atendiendo a sus colegas en calcetines.

A pesar de los escenarios futuristas en que se mueven, los magnates tecnológicos parecen reverberaciones de los antiguos exploradores de la Europa colonial. Trasladados a aquella época, en lugar de IA, algoritmos y Marte, estos caballeros estarían discutiendo sobre barcos, rutas de navegación y tierras por colonizar. El libro Ojos Imperiales, de la profesora canadiense Mary Louise Pratt, ayuda a entender una característica gravitante de la cultura occidental: la obsesiva exploración de lo que no aún no existe. Aunque a primera vista este rasgo podría parecer una característica romántica y positiva, también ha representado el fin del mundo para cientos de naciones no occidentales colonizadas, para no mencionar los ecosistemas devastados por la disrupción.

Ojos imperiales es un libro sobre libros y sobre caballeros que escriben libros sobre sus hazañas. Pratt estudia la literatura de viajes que soldados, aristócratas y aventureros escriben de forma paralela a la expansión universal de los imperios europeos coloniales: desde las crónicas españolas de la Conquista hasta los manuales franceses y alemanes de botánica y zoología. Para Pratt, el impulso europeo por la exploración del mundo es indesligable de la competencia política y económica entre imperios que se juegan la supervivencia. Al mismo tiempo, responde a tres características culturales más o menos vigentes: 1) Para el aristócrata europeo, protagonista de la colonización, el mundo es un territorio abierto por conquistar; 2) la humanidad se divide entre un “nosotros” eurocéntrico y cristiano y los “otros” bárbaros y paganos; 3) fuera de Europa, para Europa, la realidad es un caos; la guerra, la religión y la ciencia son herramientas para ordenar este desorden.

Pronto, las expediciones científicas llenaron el planeta de aristócratas europeos empeñados en alimentar los museos, jardines botánicos y zoológicos de sus países de origen. La ciencia clasificaba y ordenaba a las culturas “bárbaras” conquistadas tanto como a la misma naturaleza. La gran paradoja era que las mentes sabias de científicos y exploradores parecían incapaces de estudiarse a sí mismas con el mismo ahínco con que estudiaban a los “otros”; no sabían mirar esos “otros” como iguales, mucho menos podían verse como parte de la naturaleza. Por eso, a las románticas exploraciones le han seguido las ocupaciones militares, los genocidios, la tierra arrasada. ¿De qué manera los genios de Silicon Valley son reencarnaciones de Colón, Magallanes o Humboldt? No es un dato menor que la competencia contemporánea sea principalmente masculina; a pesar de todos los avances en igualdad de género, el factor patriarcal es una estructura que para muchas personas se trasluce en detalles poéticos como que la nave espacial de Jeff Bezos tenga forma de pene.

Cantidades alucinantes de dinero, recursos e inteligencia humana se queman ahora en la carrera desbocada en pos de la Inteligencia Artificial. Al mismo tiempo, esta competencia parece inmune a la agudización de la crisis planetaria: las especies se extinguen a un ritmo nunca antes visto, millones de personas se desarraigan de sus territorios e intentan huir a tierras más seguras, la democracia se disuelve al mismo tiempo que los glaciares en un planeta oficialmente en ebullición. ¿Por qué el dinero y la inteligencia humana puestas en la carrera tras la IA no se destinan, más bien, a remediar el planeta, a eliminar el hambre, a superar el racismo? El dilema no es moral. Es decir, no se trata de que los malos empresarios solo saben hacer cosas malas o, en todo caso, cosas que solo son buenas para ellos. La competencia por la IA, al igual que todas las actividades humanas y por supuesto las empresariales, son tramas dentro del gran teatro del capitalismo; de manera similar, las exploraciones coloniales ocurrían dentro de la lógica expansionista de los imperios europeos en guerra. Los genios de Silicon Valley son hombres de negocios, y sus acciones y deseos se encuentran delimitados por el imperio de la rentabilidad, pero también por motivaciones metafísicas de trascendencia individual. Como los viejos exploradores del pasado, son parte de una tradición científica terriblemente ensimismada en la competencia y en la búsqueda de la gloria personal; al mismo tiempo, como ha estudiado la ensayista Meghan O’Gieblyn en su libro God, Human, Animal, Machine, profesan la tecnología como una religión llamada a responder a problemas existenciales y metafísicos como hallar la fórmula de la vida eterna. Los “otros” y la naturaleza son tanto territorios en disputa como fuente de materias primas e información. El error que suelen cometer periodistas, críticos y biógrafos es que confunden aquellos rasgos ideológicos ordinarios y los hacen pasar por características personales extraordinarias de hombres pragmáticos, visionarios y exitosos. En una entrevista con el periodista Andrew Sorkin, Elon Musk contó que su mente era un huracán incontrolable de proyectos y que parte del drama de ser él consistía en no poder ejecutar todas sus ideas. ¿Cuántos cientos de millones de personas podrían afirmar algo parecido?

La competencia por la IA parece una carrera muy lejana cuando se la ve desde una América Latina políticamente dispersa y ahogada en la crisis económica. Los medios de comunicación de la región –esas tecnologías en vías de extinción– no han sido capaces de interesar a la población en el cambio de época que estamos atravesando. Todavía reina la idea de que la IA es o será esa herramienta capaz de escribir nuestros correos electrónicos, o que nos ayudará a hacer las tareas de la escuela, como robots dóciles y entusiasmados por responder nuestras preguntas más caprichosas. Los expertos plantean una ecuación inversa: los seres humanos somos la herramienta principal de la inteligencia artificial. La alimentamos día y noche con la información que producimos incluso cuando creemos que solo estamos pasando el rato en las redes sociales haciendo clic, abriendo el link, mirando ese video. Como dice la periodista Marta Peirano, nuestros datos sirven para entrenar a robots cuyo propósito no es resolver problemas humanos sino producir beneficios para empresas inmersas en competencias más grandes que el dinero: poblar otros planetas, prolongar la vida, unir al ser humano con la máquina. Elon Musk, dueño de Twitter, la red adictiva en la que pasamos el día colgando links, dando like y discutiendo, ha sido honesto sobre la función que la plataforma tiene dentro de su proyecto de desarrollo de IA. “Los datos son más valiosos que el oro”, le explicó al periodista Andrew Sorkin, en aquella entrevista. El problema es que quienes producimos esos datos se los entregamos gratuitamente. Para el filósofo Matteo Pasquinelli, la industria de la IA captura toda la experiencia e imaginación humana, desde las novelas que escribimos hasta nuestra manera de conducir un coche, y las convierte en fórmulas mecánicas; es decir, algoritmos. Las personas somos al mismo tiempo consumidoras y obreras de esta fábrica universal.

Las grandes empresas tecnológicas no pueden escapar de su razón de existir: son negocios, tienen inversionistas, accionistas. Quizá en sus inicios, los fundadores tuvieron motivaciones reales de mejorar el mundo, pero tarde o temprano sus proyectos aterrizan a la realidad del capitalismo financiero. Según la historiadora Jill Lepore, la misión grandilocuente de Facebook (”darle a la gente el poder de construir comunidad y unir al mundo”) es hecha añicos por el modelo de negocio de la empresa: vender la información de las personas sin que estas lo sepan.

Ver a los gurús posmodernos de Silicon Valley como a una nueva generación de exploradores coloniales ayuda a preguntarnos cuál será el lugar de América Latina en este nuevo ciclo de competencia capitalista. A diferencia de la carrera espacial durante la Guerra Fría, la revolución en curso no será televisada. Es decir, no es ni será un evento que compartiremos y discutiremos en familia a la hora de la cena. Los medios de comunicación desaparecen junto al rito de consumir noticias e información de forma gregaria. Los políticos, al mismo tiempo, han perdido el interés por discutir el presente y le han cedido el timón a los aventureros y al mercado. En este contexto, es probable que cada individuo tendrá que enterarse de lo que ocurre por su propia cuenta, en un paisaje plagado de noticias falsas y teorías de la conspiración como agujeros negros. En medio de este bosque confuso sin lugar para la inocencia, el desafío de vivir en América Latina demanda la capacidad de entender el lugar periférico y frágil que ocupamos en este nuevo ciclo colonial.

Escribo estos apuntes apurados en mi celular mientras espero mi turno en una oficina estatal en Santiago de Chile, adonde he tenido que materializarme en persona para que alguien me selle un documento. Técnicamente, el trámite debería poder ser realizado de forma virtual, pero la burocracia es todavía una forma de emplear a seres humanos. Una docena de funcionarios se turnan para asistir a medio centenar de usuarios. Si esta escena ocurriera a inicios de siglo, muchos estaríamos dormitando ante el suplicio de la espera o nos abanicaríamos con diarios de papel. Ahora todos tenemos los ojos muy abiertos y clavados en las pequeñas pantallas de nuestros teléfonos. A mi lado, una señora juega una versión lisérgica de Tetris; otros ven reels de Instagram, películas, videos de TikTok; de rato en rato, entramos a Whatsapp, respondemos mensajes, enviamos audios, compartimos stickers de Pedro Pascal. Hay un ritmo casi coreográfico en nuestro comportamiento. La sala de espera donde somos ciudadanos haciendo trámites es, al mismo tiempo, una fábrica donde todos somos obreros produciendo datos para alimentar a los múltiples proyectos de Inteligencia Artificial.

Elon Musk dice que en tres años la IA será capaz de escribir ella solita novelas tipo la saga de Harry Potter. ¿Qué será para entonces de la literatura, del periodismo, del mundo del trabajo? Escucho esas declaraciones en mis audífonos sin dejar de teclear con los pulgares.


viernes, 12 de enero de 2024

OpenAI asegura que es imposible crear una Inteligencia Artificial como ChatGPT sin infringir 'los derechos de autor'

Publicado en elEconomista.es
https://www.eleconomista.es/tecnologia/noticias/12613903/01/24/openai-asegura-que-es-imposible-crear-una-inteligencia-artificial-como-chatgpt-sin-infringir-los-derechos-de-autor.html


OpenAI asegura que es imposible crear una Inteligencia Artificial como ChatGPT sin infringir 'los derechos de autor'

Artistas y autores de todo el mundo denuncian un "robo sistemático a escala masiva"
  • El "boom" de la IA ha sido tan grande y rápido que no estamos preparados para afrontar los problemas que surgen


8/01/2024 - 16:16

Tener que sacrificar algo para conseguir otra cosa es un principio que se puede aplicar a prácticamente cualquier aspecto de la vida, y es que como dice el dicho, quien algo quiere algo cuesta. En Inteligencia Artificial pasa lo mismo, o por lo menos eso es lo que aseguran desde la compañía líder de este sector, OpenAI.


La Inteligencia Artificial (IA) son programas informáticos que ejecutan operaciones y tareas comparables a las que realiza la mente humana en lo que se refiere al aprendizaje o uso de la lógica. Y al igual que una persona necesita ser formada y educada para poder hacer cualquier labor o acción, que va desde andar, leer, sumar hasta aprender a programar, las máquinas también lo necesitan.

De hecho, cada día que pasa la IA se hace más inteligente, ya que con el uso que hacen los usuarios de ella, sea para lo que sea, está aprendiendo y extendiendo sus conocimientos. Sin embargo, esta forma de aprender a chocado de frente con el principio de los derechos de autor, debido a que las compañías de IA no están dando el reconocimiento a los autores por entrenar a sus máquinas con sus obras, imágenes y demás archivos.

Fue el mes pasado cuando el New York Times denunció a OpenAI y a Microsoft por usar sus publicaciones para formar a ChatGPT, acusándoles de "uso ilícito" de su trabajo para crear sus productos. La compañía fundada por Sam Altman, no ha negado que usasen los artículos de este medio para entrenar a su IA, pero tal y como han alegado a la Comisión de Comunicaciones y Asuntos Digitales de la Cámara de los Loresde no hacerlo habría sido "imposible" crear una IA con el nivel que tiene ChatGPT.

"Dado que los derechos de autor cubren hoy prácticamente todo tipo de expresión humana -incluidas entradas de blog, fotografías, mensajes de foros, fragmentos de código de software y documentos gubernamentales-, sería imposible entrenar los principales modelos de IA actuales sin utilizar materiales protegidos por derechos de autor". defienden desde OpenAI.

La compañía aseguró que "limitar los datos de entrenamiento a libros y dibujos de dominio público creados hace más de un siglo podría dar lugar a un experimento interesante, pero no proporcionaría sistemas de IA que satisfagan las necesidades de los ciudadanos de hoy." defendiendo la necesidad de usar todos los contenidos disponibles sin importar a quién pertenecen.

OpenAI asegura que respeta "los derechos de los creadores y propietarios de contenidos", sin embargo cree que la ley de 'copyright' y derechos de autor no prohíbe "el entrenamiento", como se denomina la formación de la IA.

Con tantos y tan rápidos avances en IA, se están generando una cantidad de problemas al que ni compañías ni gobiernos están preparados o si quiera mentalizados para solucionar. OpenAI asegura que estos entrenamientos tan solo suponen un ejemplo entre mil otros, mientras que cada vez más autores, artistas y demás creadores denuncian que la IA se está apropiando de sus publicaciones y no están ganando nada a cambio, ejerciendo un "robo sistemático a escala masiva".

jueves, 11 de enero de 2024

La guerra de Israel cimbra a universidades estadunidenses

Publicado en La Jornada
https://www.jornada.com.mx/noticia/2024/01/06/mundo/la-guerra-de-israel-cimbra-a-universidades-estadunidenses-8507


La guerra de Israel cimbra a universidades estadunidenses

David Brooks y Jim Cason, corresponsales
06 de enero de 2024 

Nueva York y Washington. Algunas de las universidades más famosas de Estados Unidos se encuentran ahora en medio de la guerra de Israel, y por lo menos dos rectores han renunciado en la disputa que estalló con un nuevo movimiento de estudiantes y algunos profesores exigiendo un cese el fuego en Gaza, condenando las atrocidades de las fuerzas israelíes y la complicidad de Washington en lo que llaman crímenes de guerra.

La presidenta de la Universidad de Harvard, Claudine Gay, renunció esta semana, siguiendo a su contraparte de la Universidad de Pensilvania, Elizabeth Magill –ambas de la llamada Liga Ivy de universidades de mayor prestigio en la costa este–, quien se vio obligada a dejar su cargo en diciembre.

Las protestas, ocupaciones y marchas que han estallado por todo el país –en las calles, oficinas de gobierno, ante empresas, en plazas y puentes y hasta dentro del propio gobierno en demanda de un fin de las hostilidades en la franja de Gaza– también han sacudido a las casas de estudios superiores del país. Hoy día, hay más protestas en más universidades que en cualquier otro momento en los recientes 35 años, reportó The New York Times.

Musulmanes y judíos unidos


Este activismo estudiantil, el más poderoso encabezado por una alianza entre jóvenes judíos y musulmanes, han provocando alarma entre algunos de los donantes ricos cuyos nombres decoran edificios e instalaciones académicas presionando a las juntas de gobierno de estas instituciones a controlar los estallidos entre el alumnado, junto con el gobierno de Israel y sus aliados sionistas en Estados Unidos empleando la misma arma para suprimir estas expresiones: Toda crítica contra Israel es antisemitismo.

Más aún, ultraconservadores que han formado una ofensiva contra la libertad académica durante años –buscando cómo anular programas de diversidad racial, inclusión y equidad, así como censurar o eliminar disciplinas que abordan una visión crítica de la historia estadunidense, las libertades civiles de las mujeres, de las minorías y la comunidad gay– ahora se han sumado a la campaña sionista para promover su agenda.

Para ellos, la rectora de Harvard –la primera afroestadunidense y sólo la segunda mujer en la historia de 388 años de esta catedral académica de la élite estadunidense– fue un objetivo perfecto para esta alianza de facto entre sionistas y fuerzas derechistas estadunidenses.

Fue en ese fuego cruzado que tres rectores se presentaron a una audiencia de la Cámara baja el 5 de diciembre convocada por la mayoría republicana justo para usar el tema del antisemitismo en su continuo ataque contra lo que consideran el control de la academia por administraciones y facultades liberales.

Ahí, en una sesión que después fue vista por millones, una sola legisladora republicana trumpista logró poner en jaque a los rectores de tres de las universidades más distinguidas del país –Harvard, Pensilvania y MIT– al preguntarles si las declaraciones de estudiantes de amenazas de genocidio contra judíos violaban los códigos de conducta en sus instituciones.

Las tres líderes de algunas de las coronas de la inteligencia académica del país ofrecieron respuestas muy cautelosas y, titubeando, se centraron en defender la libertad de expresión. Pero con ello le dieron a los sionistas y derechistas justo el regalo que deseaban, y el cual usaron de inmediato fabricando un gran escándalo nacional. Cuatro días después, la rectora de la Universidad de Pensilvania, Magill, se vio obligada a renunciar a su puesto. Esta semana, su contraparte de Harvard, que parecía había logrado sobrevivir la tormenta, hizo su anuncio.

Otra rectora, Nemat Shafik de la Universidad de Columbia, evadió presentarse en esa audiencia y por ahora ha sobrevivido, pero no sin controversia. Ante protestas identificadas como propalestinas en el lujoso campus, el gobierno de la universidad anunció que estaba suspendiendo a dos grupos que han encabezado las protestas: Estudiantes por Justicia en Palestina y Voz Judía por la Paz (Jewish Voice for Peace), entre otras medidas que fueron denunciadas por algunos alumnos por suprimir su libertad de expresión.

Una de las medidas impulsadas por Shafik llama a que manifestantes propalestinos dejen de corear frases en apoyo a una intifada y otras, porque son consideradas antisemitas.

El profesor Rashid Khalidi, historiador en Columbia y uno de los intelectuales palestino-estadunidenses más destacados, denunció la medida, afirmando que es una norma prohibir el uso o aprender estos términos y sus historias, en favor a privilegiar la política de sentimientos. Mientras podría ser apropiado para un Finder, es difícil imaginar un manera más contraria a la idea más básica de una universidad.

Bajas terribles

Este es un momento terrible, comentó Khalil Gibran Muhammad, profesor de historia en la Escuela Kennedy de Harvard, en entrevista con The New York Times al reaccionar a la noticia de la renuncia de la rectora. “Los líderes legislativos republicanos han declarado la guerra contra la independencia de las universidades, tal como lo ha hecho el gobernador DeSantis en Florida. Sólo estarán envalentonados con la renuncia de Gay. Por cierto, a fines de noviembre en Florida el presidente del Sistema Estatal Universitario exigió que todas las universidades estatales suspendieran agrupaciones afiliadas como Estudiantes por Justicia en Palestina, e incluso acusó que estaban brindando apoyo material al grupo terrorista Hamas.

Esto pone en peligro la autonomía de las universidades de Estados Unidos, declaró Robert Reich en torno a la presión de los donantes multimillonarios sobre las decisiones internas de estas instituciones académicas.

Triunfos de conservadores

Para la derecha, las renuncias fueron triunfos. La legisladora que interrogó a las tres rectoras, Elise Stefanik, escribió un mensaje en la red social X después de la noticia de la renuncia de Gay: Dos bajas, y añadió que ”es sólo el inicio”, prometiendo más audiencias, mientras donantes multimillonarios reiteraron su intención de acabar con los programas de diversidad, inclusión y que buscan una visión crítica de la historia de este país.

Los estudiantes y sus aliados no han cesado de exigir un cese el fuego y el fin de la complicidad estadunidense con la guerra de Israel, como también rechazar la agenda ultraconservadora en sus escuelas y universidades.

Intentando mejorar el sistema actual de las publicaciones científicas: habrá que leerse los artículos

Publicado en  The Conversation   https://theconversation.com/intentando-mejorar-el-sistema-actual-de-las-publicaciones-cientificas-habra-que...